Siempre ha existido, existe y existirá la dicha y el placer de realizar una consulta médica. El tiempo, corto o largo, no es óbice para la entrega a la escucha, la dedicación al observar el cuerpo durante el examen físico y el meticuloso análisis que conduce al diagnóstico y a la prescripción terapéutica.
La anticipación inicia la consulta. El paciente no ha ingresado y en lo profundo de la mente el medico se pregunta: ¿será un caso fácil, o uno difícil, o uno extraño? Y la emoción se apodera de él.
Cuando ve el nombre de un conocido en la agenda, la emoción aparece rauda recordando a esa persona y los momentos vividos de dicha, dolor, sufrimiento y alegría. Todo se combina, aún en la anticipación previa al ingreso del paciente. Cuando el nombre es desconocido sucede casi lo mismo ya que va al encuentro de la enfermedad, y esta sí que es vieja amiga del médico.
La prisa y los afanes no obstaculizan la empatía cuando el primer contacto visual, el apretón de manos, el “buenos días” se realizan desde el corazón y con mente abierta a poner todo el conocimiento al servicio de ese ser sufriente que ingresa a nuestro templo. El paciente hace su parte al abrirse cual pétalos transparentes para recibir la sabiduría del médico.
La mente trabaja a millón poniendo en perspectiva síntomas, malestares, sufrimientos, hechos, actos, emociones que el paciente va relatando al reconstruir un trecho de su vida que considera ha desembocado en la enfermedad. Protocolos, flujogramas y sabiduría van excluyendo posibilidades y van conformando la “impresión diagnóstica” -como llamamos a aquel primer rótulo de enfermedad- la cual será confirmada o descartada luego con exámenes y subsecuentes consultas. Por tanto, es un placer que se extiende en el tiempo, no es solo momentáneo.
Ansiamos el reencuentro con ese ser.
Tener una certeza diagnóstica que permita un enfoque terapéutico acertado,
o si hubo tratamiento desde el inicio ver con satisfacción la mejoría
Ansiamos el reencuentro con ese ser. Tener una certeza diagnóstica que permita un enfoque terapéutico acertado, o si hubo tratamiento desde el inicio ver con satisfacción la mejoría. La mejor recompensa es la sonrisa amplia y sincera de paciente y familiares. Curiosamente esa sonrisa sucede el algún momento sea cual sea el desenlace final. En ocasiones se convierte en estrecho abrazo.
Cuando no hay mejoría de la enfermedad, inicia la satisfacción de hacer equipo al consultar otros colegas, recibir sus opiniones, y buscar alternativas conjuntas, incluyendo las no tradicionales. La fe se fortalece.
No es fácil dar la noticia de pronóstico de muerte o discapacidad permanente. Es la segunda la que ha sido constante en mi vida por la especialidad que ejerzo. La mezcla de sentimientos hace eco con el paciente y sus familiares, se arruga el corazón, la compasión entra y permea todo, cual bálsamo de luz.
La despedida en cada consulta produce en el interior del médico una inmediata y certera sensación de logro obtenido o de lo contrario, así haya sido aplicado todo el conocimiento. La intuición le dice si acertó o no, en acercarse a ese ser. El placer permanece o se torna en profunda reflexión.
Podrán tildarme de ingenuo con esta columna. La decisión es de cada profesional en acercarse y vivir esta forma de ejercer, o hacerlo diferente. Ojalá con la que mayor satisfacción traiga a todos.
Sí, la consulta médica puede ser un placer. Para el médico por sentir la ayuda real que presta, para el paciente por su proceso de sanar y enfrentar la vida acompañado.