El piano del perdón
Opinión

El piano del perdón

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agosto 21, 2014
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Es una frase que se dice pronto: hay que perdonar. La promocionan monseñores y predicadores en sus sermones; la recomiendan sicólogos y terapeutas en sus sesiones; la recetan columnistas y analistas en sus escritos; la decretan políticos y gobernantes en sus declaraciones.

Hay que perdonar, lo demanda un pueblo cansado de temer, de sufrir y de llorar. Cansado de nacer y morir en medio de un conflicto salpicado de actos de barbarie provenientes de múltiples frentes. Cansado de vivir entre el odio y la venganza.

Es un estribillo que aturde amontones de víctimas, como si se tratara de un zumbido permanente en los oídos —tinnitus lo llaman los médicos—, o un puñado de sal esparcido sobre las heridas todavía abiertas, o una exigencia de la sociedad que parece descargar sobre los hombros de quienes más han padecido las atrocidades de esta confrontación cincuentona, la responsabilidad de que el inicio de la paz no sea tan esquivo: hay-que-per-do-nar.

Y yo —mortal pedestre como la que más— observo, leo, escucho…, y entiendo poco. ¿Qué estamos haciendo?, me pregunto. ¿Estamos obligando a millones de colombianos —6,7 es la cifra oficial de víctimas—, a quienes la crueldad de la guerra les desbarató la vida, a perdonar porque ya es hora? ¿Qué significa perdonar: archivar, resignarse, mirar para otro lado, cambiar el chip, tirar la toalla? Entiendo muy poco, repito, seguramente porque me falta la grandeza que otros tienen. Tal vez por eso me cuesta aceptar, por ejemplo, que alguien a quien le acaban de matar a un ser querido, corra a decir por televisión que ya perdonó a los asesinos. ¿Así de fácil? A no ser que con “perdonar” se refiera a no querer alimentar el odio en el corazón, ni el ánimo vengativo en la mente. Es diferente; menos poético pero más real.

Leí el especial que, a propósito del viaje de la primera delegación de víctimas a La Habana, publicó El Tiempo el domingo. Testimonios que por mi oficio periodístico ya conocía, iguales o parecidos. Me sacudieron otra vez. ¿Cómo han logrado tantos colombianos, anónimos casi todos, recoger los pedazos de cuerpo y alma que les dejaron compatriotas embrutecidos por la violencia, para seguir adelante con sus vidas duras? Esos sí, no los de las películas, son los verdaderos superhéroes. Sobre todo porque la mayoría ha tenido que comenzar de nuevo y de cero, sin ayuda, reconocimiento o reparación alguna. Solo la memoria fresca de su tragedia.

Acudo al Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Española en busca de “perdonar” y encuentro que viene del latín perdonare que significa: decidir no castigar, dar de todo corazón. Una bella definición que viene a reforzar lo que alguna vez dijo Goytisolo en una entrevista: los diccionarios están repletos de palabras yertas.

¿O es que hay alguien capaz de exigirle a Luz Mery Estrada —testigo directo del infierno que el ELN prendió en Machuca (octubre 18/98)—, llena de cicatrices visibles e invisibles, que perdone por el bien del país? No creo. “En mi corazón no hay odio. Es más bien como una tristeza… Y para perdonar hay que olvidar, pero el dolor sigue ahí. Eso no se olvida”. ¿O a Claudia Milena Ospina —abusada y desterrada por paramilitares de Yondó (marzo 26/04)—, vestida siempre de negro en memoria de su dignidad atropellada? Tampoco. “No quiero mentirme. Las huellas del dolor no se borran”, admite con la frustración de saber que sus agresores siguen sueltos y amenazantes.

¿O a Gloria Mancera —mamá de Aurelio Gallego de 20 años, falso positivo del Ejército en Granada (marzo 7/07) —, que a la pena de la muerte de su hijo tuvo que sumarle la del señalamiento? “Quisiera ver a los que hicieron esto y hablarles del daño que causaron. Porque esta herida queda hasta que uno se muera. Uno se resigna, pero no olvida”. ¿O a María Teresa —esposa del general Luis Mendieta, retenido y maltratado por las Farc luego dela toma de Mitú (nov. 1/98)—, que tiene un bache en su vida familiar de 11 años, 7 meses y 13 días?“. ¿Sabe qué me molesta? Que obliguen a la gente a perdonar. Lo más correcto es que la persona que agredió y transgredió su humanidad le pida perdón y sea honesta. El perdón tarda en llegar”.

Así que al piano que llevan encima las víctimas —las cuales, según Víctor de Currea-Lugo, no tienen que sufrir pasivamente, ni cumplir con los requisitos: mujer, pobre y negra para ser “buenas víctimas”—, con los daños sufridos por cuenta de violaciones al DIH, no le añadamos el sobrepeso del hay-que-per-do-nar. Cada una es dueña de su proceso.

COPETE DE CREMA: “Perdonar” es una palabra muy seria que se ha venido usando con ligereza. De manera bienintencionada, por lo general, pero también como estrategia de negociación. Qué pasará con el que no se sienta capaz de perdonar, entonces. ¿Será declarado enemigo de la paz? Tenaz el tema.

 

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