El piano (1993): La muda y su voz/piano contra el patriarcado

El piano (1993): La muda y su voz/piano contra el patriarcado

El primer filme del ciclo 'Directoras de ayer, hoy y siempre' de Al Filo del Tiempo es 'El piano' (1993). La cineasta neozelandesa vuelve sobre la sensualidad

Por: Luis Carlos Muñoz Sarmiento
julio 05, 2022
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El piano (1993): La muda y su voz/piano contra el patriarcado
Fotos: Wikimedia

Hay un dicho que es tan común como falso: El pasado, pasado está, creemos. Pero el pasado no pasa nunca, si hay algo que no pasa es el pasado, el pasado está siempre, somos memoria de nosotros

mismos y de los demás, somos la memoria que tenemos. JOSÉ SARAMAGO

Mi doctrina es: vive de tal modo que llegues a desear vivir otra vez,

este es tu deber, porque revivirás de todas formas. FRIEDRICH NIETZSCHE

Solo quien no tiene ningún tipo de miedo puede amar libremente. RAINER WERNER FASSBINDER

 

El primer filme del Ciclo Directoras de Ayer, Hoy y Siempre del Cine-Club Al Filo del Tiempo es El piano (1993), de Jane Campion, de quien ya se verá El poder del perro. La música de Michael Nyman marca la atmósfera de una obra cuyo guion, fotografía, actuación, montaje y dirección han hecho de ella una puesta en escena memorable e intemporal, aun con ciertos momentos en que la trama es forzada e inverosímil, cuando el juego de adultos deviene juego de niños. Un plano subjetivo, difuminado por una aberración visual muestra a Ada adulta, ya en contracampo, que declara que la voz que oímos no sale de su boca, sino es la voz de su mente. Es decir, se trata de una voz silente, no sonora. La voz del que siente, piensa y reflexiona, no del que se expresa sin reparo. Un PPP a su mano que tapa la cara, un anillo en el anular y su ojo izquierdo. No habla desde los seis años, nadie sabe por qué, ni siquiera ella. Ada McGrath sustituye su voz por la del piano: en adelante, hablará su música.

La cineasta neozelandesa vuelve sobre la sensualidad durante el metraje, con una puesta en escena sobria que proviene de un guion preciso en su propuesta, aunque a veces falle en sus efectos, una fotografía que recurre casi a la pintura para resaltar la alegría o tristeza de sus personajes, así como para reflejar su psicología. La actuación medida, sin excesos, aunque a veces, por contraste, se perciban rasgos de sobreactuación, los que, gracias a la dirección y al montaje no pasan a mayores y el espectador registra en su retina una historia en la que la mujer cobra protagonismo no por la exasperación o los insultos, sino por la voz de su piano que refleja su voz mental lejos de un asunto convencional y que evoluciona para mostrar su concepción intelectual del universo (Weltanschauung, en alemán), su forma de sentir y de hacer, lejos del mundo patriarcal (1), las convenciones sociales y los límites. Así, estemos apenas en el siglo XIX, en el territorio de los maoríes y en el de los que se creen sus dueños.

Escocia, 1852. Ada, junto a un árbol, se para, da la vuelta y cuenta que su padre dice que ella es tan terca que morirá cuando decida no respirar más. La acaba de casar con un hombre al que aún no conoce. Pronto, ella y su hija viajarán a Nueva Zelanda para encontrarse. Por lo pronto, al marido no le preocupa su mudez, aunque se crea que el silencio acaba por afectar a todo el mundo. Lo extraño es que Ada no se considera silenciosa, seguro a causa de su piano. Al que echa en falta por su viaje. Encara unos acordes que pronto corta la presencia de su madre. La mirada de Ada es elocuente de cara al choque producido. El mar, una ballena en él. Ada y su hija Flora descienden de una canoa, en medio de la turbulencia del mar. Unos hombres ponen a Ada en la playa y a su hija, la que se inclina en la arena y vomita. El piano llega en un cajón de madera. Un coro anuncia que las dejarán… ¡que se las lleve la peste! Y, luego, que las linchen por ello. El tiempo no es apto para que las recojan, sentencia un viejo.

Viejo que le pregunta si tiene cómo abrigarse. Por lenguaje de señas, su hija dice ‘gracias’. Y el viejo pregunta si Ada querrá ir con ellos a Nelson. Ada dice ‘no’. Mejor que la cuezan viva los maoríes antes que volver a subir a esa ‘barcucha’. Y el viejo amenaza con abofetear a Flora por su recio/grosero carácter. PG sobre sus haberes. Paneo sobre el agitado mar. No sin angustia, rompe la madera y toca el piano. El mar ataca y se lleva parte de sus cajas. Flora sube al piano por seguridad y pide a Ada tener cuidado. Flora no llamará ‘papá’ al marido de Ada, ni de otro modo, ni va siquiera a mirarlo, según dialoga con su madre. Una patota de maoríes por el bosque. Su jefe, Alistair Stewart, a quien el padre se la vende en matrimonio, saca un portarretrato con la foto de Ada. George Baines, amigo de Stewart, le pregunta si paran: es el mismo al que Stewart, luego de obligar a Ada a dejar el piano en la playa, se lo venderá, ya que es ferviente melómano. Luego pedirá que le dé clases y le propone un trato.

Extraño trato: ella podrá tocar el piano, siempre y cuando el pueda tocarla a ella. Punto de partida de una relación que marcará su derrotero. Baines ordena parar a los maoríes. Alistair señala que deben seguir. Travelling frente al mar y ellos allí. Llegan adonde Ada, Flora y sus cosas. Deberán prepararse. Los hombres de Stewart, los maoríes, llevarán su equipaje. Uno de ellos señala la blancura de ángeles que tienen Ada y su hija. Para Alistair, traen muchas cajas. Quiere saber qué contienen y si Ada puede oírlo. Observa que no la imaginaba así, tan menuda. Otra caja le resulta muy grande y pregunta si es una cama de madera. Flora certifica que es el piano de Ada. Stewart pide a Baines que entre los dos las lleven a ambas. Y que los maoríes cojan las cajas, el piano y las maletas. A George, Ada le parece cansada y a Alistair, frágil. El piano, en suma, no puede llevarse por ahora: por pesado. A cambio, propone llevar su ropa, su vajilla, lo más accesorio. No pueden dejar el piano, dice Ada por vía de su hijita.

Alistair, quien desea saber si lo recuperarán, presenta sus excusas por el retraso. Flora insiste en que al llevar el resto se ocupen del piano, sin el cual su madre no solo no vive, sino que se muere. Alistair advierte sobre un viaje difícil por la manigua. Ada arriba y abajo su piano, solo. Los maoríes dicen recorrer el camino de las tumbas. Para Baines, un tabú y que aquellos solo quieren más dinero, al ampliar el viaje dos días. Lluvia torrencial: el hombre contra la Naturaleza. En vísperas de la nueva boda de Ada, Flora declara que es hija de un famoso compositor alemán, al que su madre conoció cuando cantaba para la Ópera de Luxemburgo. Por un rayo, en los Pirineos, su padre cayó muerto y su madre quedó muda, en su primera boda. Jamás volvió a articular palabra. La mujer que la escucha, perturbada y como en misa muestra su ‘horror’ ante su historia de fantasía, que parece una de las compiladas, no creadas, por los hermanos Jacob y W. Grimm: ni una palabra más, ¡qué horror! Ada rasga su vestido.

Luego, se asoma a la ventana, saturada por la lluvia y pronto se ve su piano frente al mar. Alistair anuncia su ausencia por varios días: va por unas tierras maoríes que podría comprar a buen precio. Ada y Flora visitan a Baines. Le pasa un papel, él no lee y la niña, mediadora de Ada, le dice al que se expresa con otros medios, imperativa, que las lleve a la playa del desembarco. Pero, él dice que no puede hacer eso, que no tiene tiempo. Dice ‘adiós’ y tira la puerta en sus narices. Un caballo las observa y Baines se asoma e insiste en no poder llevarlas. Y ensilla su caballo. Un plano muestra a Ada y Flora ya junto al piano, luego a aquélla tocando y a Baines tras ellas, mirándolas. El semblante de Ada cambia. Por primera vez sonríe, al ver a su hija bailar, a la orilla del mar. Baines voltea, como quien empieza a ser seducido por la intérprete y su música. Toque a cuatro manos madre/hija. Baines se acerca, no solo de forma literal. Baines recoge unos tablones en la playa y los recuesta sobre el piano.

Stewart regresa a caballo de su viaje. Es vecino de Baines. Le pregunta a tía Morag qué opina de quien usa la mesa de cocina cual si fuera un piano. Para él, Ada era muda pero ahora puede ser más que eso: ignora si tiene afectado su cerebro. Otra vez el horror mortifica a Morag: recuerda que rasgó el encaje del vestido y fue muy violenta. Para Stewart, hasta ahora no pasa nada, solo es una inquietud. Y preaviso de lo que viene. El silencio tiene sus ventajas, expresa. Piensa que Ada, al filo del tiempo, se volverá afectuosa. Morag, con ironía y quizás bronca, señala que es fácil encariñarse con un animal y que, además, son muy silenciosos. Baines le pregunta sobre los 80 acres que hay junto al arroyo: ‘No tengo dinero’, dice. Le propone, entonces, un trueque por el piano. Baines, amante de la música, ¡quién lo hubiera dicho!, exclama Stewart. Mientras le habla de talentos ocultos, Baines piensa en clases ya que de poco serviría sin tenerlas: pues Ada sabe tocar, consta en una carta, desde los 6 años.

Desde cuando quedó muda. Cuando Ada se entera del ‘trueque’, Flora repite que ese es su piano y que no quiere que lo toque Baines. ‘Es un idiota, no sabe leer, un ignorante’. Pero, quiere aprender y ella podrá tocar, cree Stewart. Y le recomienda enseñarle cómo cuidarlo. Ella se desgañita y reitera que el piano es suyo. Alistair golpea la mesa y dice que eso no puede seguir así. Que son una familia, todos se sacrifican y ella también debe hacerlo. Ya le enseñará a Baines y de eso se encargará él. En efecto, salvo que nada resulta como se planea. A la postre, los maoríes llevan el piano, no sin percances, hasta la casa de Alistair y su prole: porque así la ve. Se trata de uno inglés, Broadbent, de la firma londinense John Broadwood & Sons que el afinador no había visto por allí ni en Nueva Gales, donde afinó unos 200. Se acerca al piano, delante de Baines, y le aviva los sentidos al citar las voces ‘perfume y sal’. Plano deslizante sobre el piano, como si alguien improvisara un ‘glissando’ aéreo silencioso.

Ada y Flora en el bosque. Ésta, reposa y aquélla cavila sobre su devenir mientras otea el horizonte, con tristeza en su mirada. Flora trae una queja: Ada no soporta enseñar con un piano desafinado pues tiene que hacer escalas. No obstante, se sienta al piano, toca y nota que está… Y le dice a Ada que le ha estado enseñando a Baines. Ella le pide a Flora preguntar qué sabe tocar él. Mejor será que no toque Flora, él escuchará a Ada y así aprenderá. Pero, Flora agrega que todos deben practicar. Baines solo quiere escuchar: la sensualidad por el oído. Ada le recuerda a Flora, que ya muchas veces le contó la historia de su padre. Pero, pide que lo haga de nuevo. Que si era su profesor: en efecto. Con él no era necesario hablar. Aquí, la sensualidad sin intervenir la boca o por el silencio: ella, sencillo, escribía sus ideas en la mente del profesor, como otros sobre papel. No se casaron porque él acogió al miedo y dejó de escucharla. Justo entonces irrumpe Alistair y pregunta si puede besarla. Ella lo mira.

Lo mira como quien no quiere la cosa. Flora ahuyenta a un perro. Baines escucha mientras Ada toca el piano. Se lanza sobre su cuello y la besa. Ella se levanta y él replica con la idea de si sabe negociar. Le ofrece un modo de recuperar su piano, el negociado con Stewart por trueque. Hay cosas que le gustaría hacer mientras ella toca. Si lo deja, se lo devuelve. Una visita por cada tecla. Lo que no quiere decir que, en total, 88… visitas. No. Y ella: una visita por cada tecla negra, lo que ya reduce las opciones de modo sustancial. Es mucho menos, la mitad, dice el ‘ignorante’ Baines. Pues si el piano tiene cinco teclas por cada octava y son siete octavas, entonces tiene 35 negras. Y se cierra el trato. Ada, señala una negra tocada. Flora, mientras, juega con el perro: ¡pobrecito!, dice, como si aludiera a alguien distinto al perro. Quiere hablar con Ada, pero debe esperar a que Baines lo permita. Flora dice que no quiere estar afuera, que solo quiere mirar. Su madre se rehúsa. Flora promete no hacer ruido.

‘Él es muy tímido y, además, un principiante’, se justifica Ada. Y toca con emoción. Baines la observa. Y luego aparece desnudo y limpia el instrumento. Stewart habla con Morag y su séquito. Ante Flora y Ada, aquél pregunta si Baines aprende o no: la sonrisa/respuesta de Ada dice ‘sí’ y Morag anota que ahora parece más tranquila: ‘¿Se ha vuelto más cariñosa?’ Ada toca y Baines quiere tocar, así que le ordena levantarse la falda. ‘Más’, le insiste. Y Baines la acaricia con el pie. En el arroyo, una maorí le dice que necesita una esposa pues no es bueno tenerla atontada entre las piernas por el resto de su vida. Un trans maorí le dice que no se preocupe que él/ella puede salvarlo y a Ada, también. Y otra tercia diciéndole al trans o gay, no se sabe, que sus ‘pelotas’ no sirven para nada. Con lo que, de paso, la idea de un mundo cerrado patriarcal/machista, entre los maoríes, se diluye. Baines relata que su esposa vive por su cuenta en Hull, Inglaterra. Debe ser fea, para que él haya corrido, dice la maorí…

Y lo hace con sorna: ‘Ese tesoro no debería dormir sobre tu tripa por la noche’, expresa. Y Baines aprende para enseguida practicar. Ada toca y él le pide desabrocharse el vestido para ver sus brazos. Ambos, juegan a las prendas y él le pide tocar dos teclas, esta vez, mientras acaricia sus brazos. La verdad, sin mucha emoción o con una intensidad muy por debajo de lo esperado. Mientras Flora instruye sobre señas a Morag y a Nessie, aquélla juzga que quizás no hay nada peor que ser muda y ésta que sí: ser sorda. También debe ser terrible, opina Morag. Olvidan, el ser ciega. A los maoríes que evocan a sus ancestros que reposan en esas tierras, Stewart les pide, vía Baines, negociarlas por mantas. Rápido, el líder maorí dice que nunca, ‘que no tienen precio’. ‘Doce mantas’, dice Stewart: ‘Por la mitad de las tierras’, suelta el maorí. ‘Ofrece los fusiles’, le añade el otro pues no sabe para qué quieren las tierras, si no las cultivan ni las queman ni nada. ‘Cómo saben si son suyas’, dice con sesgo Stewart.

Baines dice que aprovechará para marcar los terrenos como acordaron. Según Stewart, Ada dice que Baines progresa con el piano, así que irá a oírlo tocar. Aunque, Baines no toca por ahora nada, si de música se habla. Plano cenital sobre Ada y su piano. Baines la escucha casi como un místico y con placer profano fetichiza su suéter negro. Se para del piano y se lo quita, por disgusto con su morbo. Forcejean: él le pide cuatro teclas y luego parece reclamarle por qué cinco y no cuatro. ‘Solo tumbarnos’, agrega Baines. Acepta cinco y se recuesta. Golpea en la cama y la llama como si fuera una chiquilla. Cuando le besa una oreja y presiente que se equivocó, ella se para y va al piano por las cinco negras según parece, pero él lo cierra. Ada se pone su suéter y parte. Flora canta y su madre le hace trenzas. Fiesta. Morag le pide a Baines, quien según el rumor va a tocar, le pase las páginas a Nessie, quien toca para los niños. Nessie, por su parte, está super contenta de que Baines haya decidido aprender piano.

Ada está junto a Stewart y Baines a una silla de diferencia con ella. Un chistoso pasa cerca a éste y le dice ‘qué tal una polka’, como si fuera Chopin. Stewart lo llama para que se acerque, pero Ada lo detiene con su mano izquierda y su mirada casi de extrema derecha. El animador pide tomar asiento pues la función de niñas/niños va a comenzar. Ada juega con la mano de Stewart, sonríe con picardía y parece querer darle celos a Baines, como se infiere cuando lo mira de lado. Éste, arranca con furia y ella sonríe de nuevo, lo que confirma su intención. La mudita se las trae, de la mano de Jane Campion. De ahí, Mejor Actriz en Cannes/1993. ‘Y entonces la jovencita encontró a todas las mujeres desaparecidas por Barba Azul. Sus cabezas cortadas aún sangraban, sus ojos aún lloraban’. Y se ve a tres cabezas sangrantes en escena y a Nessie bajo la orden ‘¡más lento!’, de Morag. Y el esposo vuelve temprano y le da una sorpresa a su esposa. ‘Seguro que sí’, se dice en la obra. ‘Ahora ya conoces mi secreto’, claro.

En paralelo, Ada, muy nerviosa, observa la escena que por alguna cosa tiene que ver con ella. ‘Tú, la más joven y la más dulce de todas mis esposas, debes prepararte ¡para morir!’ Y un maorí circula entre el público como si supiera algo grave. ‘No esperaré más’, dice el hombre y con hacha amenaza a la mujer. Otro maorí, revira furioso: ‘¡Cobarde! ¡Muerde mi bastón!’ Y corre hacia el actor del hacha y lo amenaza con cuchillo, en medio del pánico de las niñas actrices de la obra: ¡Quisiera metértelo por el culo!’, grita. Prueba del desafío representación simulada vs. experiencia vivida. Que, de paso, remite al filme Los obreros saliendo de la fábrica, de los Lumière: cuando el tren cruza la pantalla, el público corre porque cree que se le va encima. Otro evento de simulación artística y experiencia concreta. Pasado el trance, Morag presenta a los líderes maoríes con las chicas y los personajes que representan. Ada vuelve al piano, con Baines cabizbajo que le pide hacer/tocar lo que sea. Voltea y no lo ve…

Entonces, se para a buscarlo. Tras bambalinas, como en el teatro, lo halla desnudo y con deseos de tumbarse, ‘sin ropa’. Y como si se tratara de un chiste, pregunta: ‘¿Cuántas teclas?’, las que serían esta vez. Ada mira a lado y lado, trata de comerse las uñas y dice ¡bingo!, eso, ‘¡cinco!’ Baines, complacido: ‘De acuerdo’. ‘Diez teclas’, añade Baines. Y Ada abre sus manos. Mientras, Flora juega en el bosque: cabalga sobre un árbol y trepa luego para tener mejor visión del mundo. A la par, su madre se desnuda y realiza su juego de adultos con Baines. Pero, ocurre algo extraño: de pronto, el juego de adultos deriva en juego de niños… con perdón de los niños. Que no tienen la culpa de esos niños grandes que juegan a ser niños de nuevo, pero creyéndose adultos. Que solo son niños envejecidos, si le creemos a la eficacia de la palabra poética, al poema denso por Dicht, en alemán, y al poeta por Dichter, mexicano. Una reflexión honda de los que a los diez años se atrevían y a los 70 sienten miedo de todo.

En efecto, José Emilio Pacheco, con el poema Niños y adultos de su libro La arena errante: ‘A los diez años creía / que la tierra era de los adultos. / Podían hacer el amor, fumar, beber a su antojo, ir adonde quisieran. / Sobre todo, aplastarnos con su poder indomable. // Ahora sé por larga experiencia el lugar común: / en realidad no hay adultos, solo niños envejecidos. // Quieren lo que no tienen: el juguete del otro. / Sienten miedo de todo. / Obedecen siempre a alguien. / No disponen de su existencia. / Lloran por cualquier cosa. // Pero no son valientes como lo fueron a los diez años: / lo hacen de noche y en silencio y a solas’. (2) Y esos niños grandes que juegan a ser adultos, siendo niños envejecidos, de pronto caen bajo la mirada de Flora, que pasa por voyerista y solo es curiosa y apenas quiere saber qué pasa con su mamá, porque la aterra no tanto quedar sola como sin su compañía. Regresa al bosque a jugar con los niños y sube a un árbol, tomando distancia, quizás no brechtiana, pero distancia al fin, sí.

Distancia frente al mundo de la sexualidad, del que ella aún no es consciente. Y todos abrazan a los árboles, en comunión con la Naturaleza, otro tópico clave del filme. Y Stewart reprime a Flora: ‘¡No vuelvas a hacer eso! Deberías sentir vergüenza, los árboles están avergonzados’. Es decir, la reprime y luego él hará algo mucho más reprochable, cuando fisgonea a Ada y a Baines, sin rubor alguno. Ella luego se desquita, como el ser libre que es y que aprendió de su madre: ‘Sé por qué Mr. Baines no toca el piano. Solo toca lo que le apetece. Ella no toca nada’. Y Stewart averigua sobre la próxima clase. ‘Mañana’, dice Flora. Ada e hija llegan cuando unos maoríes sacan el piano de donde Baines, quien, ante los gestos de Ana, apunta: ‘Te devuelvo el piano. Ya es suficiente’. Cree que su pacto la está convirtiendo a ella en una puta y a él en un miserable. ‘Querría que te enamoraras de mí, pero tú no puedes’: lo que arrastra la inconsciente subestimación a la mujer y el consciente machismo del básico Baines.

Porque Baines dice lo anterior en su ignorancia y como si eso fuera posible. Nadie se enamora de nadie a voluntad pues nadie es dueño de sus sentimientos ni de ese símbolo llamado corazón. Además, la mujer es la primera y la última en determinar con quién se va. Y eso ocurre hasta con las que Robolfo Herr-nández homologó a la virgen: las putas. Que no trabajan tanto por placer como necesidad. Sí, la mujer decide, aunque haya hombres ingenuos que se creen ‘seductores’: lo que es apenas un ‘sueño’, Woody Allen dixit. No, seducción es, desde la etimología, femenina, es decir, inherente a las mujeres. Por eso, el hombre seducido no tiene que hacer/decir nada. Debe permanecer callado pues todo lo que diga puede irse en su contra. ‘Es tuyo’, el piano, y Baines la echa, mientras comparte con la maorí que lo ha instado a no dejar caer cada noche su tesoro sobre la tripa y que por eso considera que necesita una esposa. Pero, Baines no necesita una esposa, sino alguien que lo quiera y ello ya ocurrió.

Stewart acude presto y detiene a los maoríes que llevan el piano. Y a Ada le dice que no es suyo, que qué hace con él. Flora, por su cuenta, lo pone en su sitio: Baines se los ha dado a ellas. Y Stewart nota que Ada es muy lista. Sin hablar. Para él, lo que está en juego es la tierra que pierde sin la posesión del piano y lo que ello significa. Al pasar junto a un maorí sabe que Baines está enfermo y no quiere ver a nadie. Stewart le reclama por haberles dado el piano. Ahora él se ocupará de que aprenda la música como se debe. Pero, Baines no quiere aprender. Y, entonces, ¿el trueque? No puede pagárselo, si en eso piensa. Empero, para Baines es ‘nada de pagos’: se lo ha devuelto, así nomás. Stewart no quiere eso. Y Baines le recuerda que es a su esposa a la que se lo ha dado. Stewart espera que Ada lo agradezca. Maoríes exaltados llaman a Stewart ‘pedazo de cabrón’ y lo instan a que se meta los botones ‘por el culo’ pues no son niños. Él dice que es todo lo que tiene. Pide a Flora tocar ‘un baile’.

O una canción. Y ella toca y canta, mientras Ada sale. Stewart aprovecha para preguntarle por qué su madre no toca, si les han devuelto el piano y ella solo pasea por ahí. Ada toca de nuevo un rato, va con su hija por el bosque y, de pronto, para y le dice que no la siga más. Porque corre a aplicar lo dicho por F. González en Viaje a pie (3) y que le cae como anillo al dedo de Baines: ‘Las mujeres que han de ser nuestras, si han de ser nuestras, vendrán a buscarnos’, con su tiente machista y todo, pero verdad de a puño también. Que vaya a practicar, le dice a Flora, mientras Stewart mira. Pero, no practicará y le da igual. Y la maldice y la manda a la mierda, sí, a su propia madre. He ahí el problema nuclear de que los hijos aprendan lo que para sus padres son virtudes: luego, las devolverán contra sus creadores, sus poseedores, sus bienhabientes. Ante la pregunta ‘adónde va’, de Stewart, Flora sintetiza: ‘Al infierno’. Y tal vez no se equivoca. Baines a Ada: ‘¿Qué te trae por aquí? ¿Olvidaste algo?

Y con humor negro le dice que no ha hallado nada. Lo clave: que Stewart no sepa nada. Ada asiente. Y pregunta por el piano y si llegó bien. Él se sienta, para contarle que es un desgraciado, porque la quiere y no puede pensar en nadie/nada más que ella. Entonces, sufre. Lo que lleva a Cioran (4), en tanto que solo el sufrimiento cambia al hombre, la mejor arma contra la mediocridad, pues con la cultura y el espíritu no se cambia gran cosa: en cambio, es increíble lo que el dolor puede transformar. Y Baines está enfermo de deseo con Ada y, en consecuencia, por lo dicho, en desventaja frente a ella. No come ni duerme. Así que, si ha venido y no siente nada por él, es mejor que se vaya: ‘Véte’ y lo reitera con desgano: ‘Véte’. Y ella va a salir, pero antes le da un bofetón. Y lo golpea en el pecho y él trata de eludirla. Y de la tempestad a la calma y al abrazo. Y se besan al fin, después de tanto amague, con pasión. Y reviven, como si hubieran regresado de la muerte, según se infiere de lo que dijo Nietzsche.

Stewart ‘visita’ a Baines. Se pasea, oye algo, se asoma por la puerta, cual Flora, y cual Flora ve a Ada y Baines amándose. De lo que quizás le hubiera gustado privarse. Pero, no, él sí es un auténtico voyerista. Entonces, no se pierde nada de lo que para él resulta una pandemia amatoria: en la que muchos otros quisieran caer aquí y allá, ante semejante inseguridad… incluso, alimentaria. Una especie de perro humorista lame su mano, tal como Baines la pelvis de Ada, pero no en el monte de Venus sino en su zona volcánica. Y desliza su mano húmeda por la puerta, mientras Ada y Baines buscan no sucumbir en la lubricidad. Un plano digno de Hopper, el pintor de la soledad, ofrece de contera la frase de Rilke: ‘El amor es la unión de dos soledades que se respetan’. Solo ahora Baines y Ada lo hacen. Tras larga sesión, ella cierra su vestido para irse, mientras Baines expresa su duelo por la partida. Ada, por descuido, deja caer un botón que da en el fisgón Stewart, quien ha caído en lo más bajo… del caserón.

Stewart hojea un libro. Ada y Flora juegan sobre la cama. En la mañana, Ada va por Baines. Pero, aquél la vigila, corre tras ella y la besa con mucha fuerza y poco amor, por los celos que lo devoran. Forcejean, la hurga con sus dedos, tira al piso, ella se arrastra, hasta que… Flora dice: ‘¡Mamá, tocan en tu piano!’ En efecto, los maoríes se divierten en casa ajena, sin pedir permiso, como si fuera en la propia: lo que es cierto. Ellos, son los nativos de Nueva Zelanda y a ellos pertenece esa tierra, aunque el hombre pertenezca a la Tierra. Los otros son los advenedizos. Y a aquéllos pertenece esa tierra: porque la trabajan y porque hace siglos viven allí. Flora le dice a Ada que no ha debido ir hacia Baines. De cuya visita puede derivar el infierno. Y juegan cartas. Ada se mira al espejo, lo besa, como amándose a sí y a la vez a Baines, su reflejo vital/existencial. Según Flora, aquélla toca dormida y le cuenta a Stewart, a quien sorprende el drive de la pieza, que una vez la vieron en camisón en la vía a Londres.

Con los pies tan heridos, que no caminó en una semana. Ada tiene sueños eróticos y acaricia a Flora por Baines. Luego, en la vigilia, hace lo propio con Stewart, como sugiriendo que es posible tener dos amores en simultánea. Morag le pregunta a Alistair si los maoríes lo han agredido a causa de ‘nuestra obra’ y piensa que se equivocó al poner el cierre de la puerta por fuera, así que aquellos lo podrán encerrar. Por ahora, se instalan en la casa de Baines, de donde Ada y Nessie vienen. Y no le extraña que Baines se vaya pues ya intimidó con los maoríes. Y dice con clasismo que se portan como reyes, pero sin pizca de educación. Baines parece embrujado por ellos, creen ambas. Ignoran la real causa: Ada. Así que ‘mañana o pasado’ se irá, dice Morag, al oído de la ‘Bruja’ de Baines, la que empieza a cavilar en lo que hará. Ada toca lo que parece una despedida. Morag subraya que ella no toca el piano ‘como nosotros’ sino más ‘alto’. Es criatura extraña y su toque, también, como si algo la embargara.

Y Stewart quiere tocar a Ada, pero no sabe por qué no puede: ‘¿No te gusto?’ Le propone llevarse bien pues decidió confiar en ella. E inquiere si va a ver a Baines. Ada lo niega. Está resignado a gustarle con el paso del tiempo: ese ‘verdadero asesino’ del que hablaba Agatha Christie. Pero, Ada tiene otros planes: saca una tecla del piano y la graba a fuego de vela: ‘Querido George: Mi corazón es tuyo. Ada McGrath’. La enrolla con un tejido y se la da a Flora para que la lleve a Baines: ‘Es algo suyo’. Flora recuerda que no les está dado visitarlo. Pero Ada le impone que sea ‘ahora mismo’. Pero, la cosa se tuerce por el camino. Lo de Ada a Baines lo intercepta Stewart, por una puerilidad de Flora. Stewart sale, como en la pieza teatral, con el hacha en mano dispuesto a cobrarle a Ada su osadía. La batalla desigual, termina con una mutilación para Ada, quien para en el infierno del lodo sin el dedo índice. Y le pide a Flora que le lleve a Baines el ‘trofeo’ vil de su venganza, con una advertencia extra.

Como el infierno tiene patas largas, ataca a la traumatizada Flora, mientras Ada se debate entre los lamentos por la amputación y las amenazas que, vía Flora, le llegan a ella y a Baines: ‘No debe verla o [Stewart] la hará pedazos’. El atarbán intenta justificarse: ‘Me provocaste demasiado. No puedes mandarle amor’, pontifica. Tan seguro como orgulloso del averno que provocó. Como no pudo amarla, le cortó las alas de su único vínculo, fuera de Flora, con el mundo. ‘Estaremos juntos. Ya verás, todo irá mejor’, recita a la que llama ‘mi dulce pájaro de amor’. Stewart, con fusil y lámpara, tras Baines. Llega. Pone el arma en su testa. ‘Te miro… He tenido esa cara en mi cabeza y la he odiado’. Una víctima más de los celos que cultivó, por impotencia, es decir, por el miedo, que le impidió amar libremente; al contrario de lo que pasa con Ada, mujer dispuesta a atender a sus dos amantes, así uno provenga de la caverna patriarcal/esclavista: a él le fue vendida ella y de ahí el trato de mercancía que le da.

Contrario a lo que dice mi amigo brasileño, Luis E. Soares, no todos los seres humanos ‘somos mercancías’ y Ada es otra de las muchas excepciones a la regla. Con todo el lío que entraña por hacer parte del Sistema. Tampoco Flora, esa niña/actriz fuera de serie que rompe la cáscara del huevo patriarcal, para crear su propio mundo, uno nuevo, y por ello junto a su madre tenga que recibir la andanada machista que representa esa hacha que corta el dedo de una mano. Mano con la que Ada elabora una suerte de sinestesia y la vuelve forma de habla y al mismo tiempo de música. Entonces, he ahí a Stewart parado frente a Baines que, acostado recibe a punta de fusil, como en cualquier feudo paraco, la orden de levantarse. Ahora, Stewart ve la cara de Baines y estima que ‘no es nada’. Pero, miente; para él lo es todo, todo lo que no tiene. Lo que entraña su mundo de hipocresía, negacionismo, falta de amor: uno, en el que las cosas tienen un valor ‘capital’ y las personas uno de cambio, meras mercancías.

No todas las personas, se reitera. Stewart le recrimina sus marcas, con las que lo ve a través de sus ojos, es decir, por los de Baines. De ahí que sea él el esclavo, impotente, enajenado. Para confirmarlo, vía psicoanálisis, le dice: ‘Sí, incluso me tienes miedo’, siendo que es él el miedoso y por eso busca reducir a Baines armado. Y el miedo es el reverso del odio, así como, por contrapartida, el odio es el reverso del amor. Y le repite: ‘¡Levántate! Baines, ¿te ha hablado Ada alguna vez? ‘¿Por señas?’ ‘No, palabras’. ‘No’. ¿Nunca creíste oír palabras?’ ‘No’, dice Baines. Stewart sí las oía en la suya. No salían de sus labios, pero entre más la escuchaba, más claro la oía. Baines le dice que se equivoca, es él, todo es mi culpa. Y Stewart le cuenta que Ada tiene miedo de su voluntad, de lo que puede hacer pues es muy extraña y muy fuerte. En efecto, se trata de su ‘voluntad de poder’ nietzscheana, la que se sobrepone a todo, inclusive a nuestra propia noción de incapacidad, de debilidad, de teórica impotencia.

Balder en El amor brujo, de Arlt (5): ‘Mi propósito es evidenciar de qué manera busqué el conocimiento a través de una avalancha de tinieblas y mi propia potencia en la infinita debilidad que me acompañó hora tras hora’. Así, la ‘fortaleza’ de Stewart, respecto a Baines, es solo debilidad. En cambio, el poder de Baines es evidente. Está seguro de que al amor no hay que buscarlo, sino que él llega solito. Por decisión de la mujer que lo escoge y lo busca. Como hace el día que pelea con Flora y corre hacia su casa. Y viene luego ‘el infierno tan temido’ de Onetti. Y desatado por Stewart y sus celos por inseguridad. Y por eso, recuerda a Ada: ‘Tengo que irme, déjame, deja que Baines me lleve con él. Déjale que intente salvarme’. Y desea que se vayan ambos. Quiere creer que todo solo ha sido un sueño. PPP al dedo que Stewart le cercenó. Zoom Out para PG que describa lo que pasa. PP sobre la tristeza de Flora: la que jamás imaginó por haber dicho la verdad, por revelar un secreto a aquél que no debía.

Contrapicado a la Naturaleza, a la Casa Común, a la Tierra. En la que hay lugar para todos, pero algunos solo lo quieren para ellos. Ada y Baines se topan. Ella y su hija suben a bordo. Para un maorí, la canoa puede hundirse por el piano. Baines piensa que va equilibrada. Además, ‘lo necesita, debe llevárselo’, dice, en un gesto/acto de desprendimiento único, como quien sabe que no debe atesorar dolores existenciales por cosas físicas. El coro maorí ameniza el viaje. Pero, Ada no piensa igual: quiere que tiren el piano al agua. Su lengua muda, la azota de momento. Ya no lo quiere, está echado a perder. Baines tiene la tecla y lo hará arreglar. Para un maorí, Ada tiene razón: es un ataúd, así que el mar lo recoja. Baines insiste en que lo tenga. Ada, no, dice Flora. Por último, el piano es desatado, cae al mar, pero se lleva, por accidente, a Ada. En ralentí dramático, trata de desatar su pie derecho. Pero, cada vez se hunde más y su boca burbujea sin cesar. Hasta que logra quitarse el zapato y sale.

Llega a la superficie y gracias a los maoríes sube a la canoa. ‘¡Qué muerte! ¡Qué suerte! ¡Qué sorpresa!’, dice Ada, desde su mente, y dice si su voluntad escogió la vida y, aun así, la asusta como a tantos otros. Ahora, da clases de piano en Nelson, con el dedo que George le fabricó. Y alude a la necesidad de ser reconocida por el reconocimiento, a la Hegel, y ahora es la atracción local y eso le gusta. Aprende a hablar, pero, según ella misma suena tan mal que le da vergüenza: practica a solas y en la oscuridad. Por la noche, piensa en el piano y en su tumba del Océano y a veces en sí misma flotando sobre él. Abajo todo está tan inmóvil y callado que la arrulla y adormece: una extraña canción de cuna, así es y es propia. Thomas Hood (1799-1845): ‘Hay un silencio donde nunca hubo sonido. Un silencio donde no puede haber sonido, en la fría tumba, bajo el profundo, profundo mar. ‘Para Edith’, va la dedicatoria.

El amor no es asunto de sabios o de ignorantes

Ese viaje exquisito e iniciático, aunque trágico también por la intolerancia de Stewart, enseña que el amor no es asunto de sabios o de ignorantes, sino de quien lo obtiene sin quererlo ni pensarlo, más bien, porque fue el elegido. Y el elegido es Baines, ser humano cuya ignorancia la suple con el denodado interés, la sacrificada atención, por Ada y Flora. A la primera, le fabrica el dedo que garantiza su sobrevivencia como especie humana/musical; a la segunda, la escucha en sus habituales quejas por la puerilidad de los adultos. Un ser tranquilo, que en su abstracción y en su mutismo, esto es, desde adentro, construye su propia personalidad sin atender a las opiniones o demandas que, desde afuera, le hace una que otra maorí. Claro, ya desde el inicio, con su trato de tocar teclas por cuerpo, ha dado muestras de singularidad, de ser alguien diferente: el que finca sus esperanzas en las personas y no en las cosas, para ir en contravía de su rival no pedido frente a Ada y, por contraste, a favor de la vida y, sí, del amor.

Cuando Ada pelea con Flora y ésta la maldice y manda al carajo, recordé por gratos motivos a Valentina, en su poema escrito a los 12, Prefiero escribir lo que siento, a Ma. del Rosario y que no busca ofender a nadie, sino que va en ayuda de la existencia: ‘Pero todos ya sabemos / que de los hijos no somos dueños / y debemos dejarlos adquirir / experiencia con sus esfuerzos’. Lo que se traduce en autonomía, independencia, libertad, que no es nada concreto sino una sensación de afirmación vital: no se es libre, nadie es libre, solo se siente ser libre, se busca, se anhela, se desea. ‘La libertad consiste en la acción del deseo’, sentenció Carlos Fuentes. El deseo es esa premisa que desde el principio del placer entra en contradicción con el principio de realidad y que solo se resuelve cuando los humanos no ataquen con sus actos a los demás, pues es justo ahí cuando deriva en libertad y no choca con pacto, norma ni límite alguno puesto por la sociedad. Y desde esa óptica ven, sin ánimo de joder, Ada, Flora y Vale.

Ada es una mujer libre que no se desprende jamás de su pasado ni de su hija Flora. La de ella es la historia de una mujer muda desde que era niña y de su piano como extensión de su voz: la que no tiene. Podría decirse que habla con sus manos, las que tocan el piano que es su voz. Y su hija es una extensión de su libertad en su gusto común por canto/baile/piano y la dura relación con los hombres, esos niños envejecidos que juegan a ser adultos. Ambas, artífices de su independencia y de su libertad, las que han forjado al alimón, con pasión y sin consultar a nadie. Pues a nadie se pide permiso para divertirse, mucho menos para vivir. Ellas viven a plenitud, sin mezquindad, en forma activa, no hablante. Seducen al natural, pero no esperan ser seducidas, porque eso es una iniciativa propia de las mujeres, es femenina, no feminista: allá ellas con sus luchas, válidas, por cierto. Pero, eso a Ada ni a Flora las toca pues lo suyo no es cuestión de género, sino de personas y eso son hombres y mujeres, antes que un género.

Ada está unida tanto a Flora como a su pasado. Su pasado, el de ambas, es su presente. Todo lo que tienen está anclado en sus memorias. Pero, ellas y sus memorias son intervenidas de modo violento por un agente externo, sin memoria: Stewart. Al que solo le interesa un presente sin pasado, o sea, incompleto, y hacerse a las tierras de los maoríes y sacar provecho de los seres al máximo. O, ante la impotencia, resolver los asuntos con extrema violencia, como ha sido usual en el seno, deforme, del patriarcado. Un ser que ha vivido de tal forma, que jamás revivirá, porque no aprende de sus defectos, sino que cual psicópata se empeña en engañar y a la vez en no ser engañado. Todo lo contrario, de esos dos ángeles (sin que deba creerse en ángeles), Ada y Flora, que soportan sus tropelías con un estoicismo que sacude, conmueve, remueve, que caen en la convulsión y el traumatismo por idéntico mal. No se vuelve a ser el mismo después de ver a Flora y a la muda y su voz/piano contra el patriarcado.

A Marthica, quien sin sustituir su voz por la del piano me habla todo el tiempo

y saludo ese raro modo de amar que es su atención: a su madre, a su oficio

y a mí, a través de la música que sale de su mente, no de una partitura.

 

Notas, enlaces y bibliografía:

(1) https://cintilatio.com/jane-campion/

(2) https://mariselareflexionescom.blogspot.com/2020/07/a-los-diez-anos-creia-que-la-tierra-era.html

(3) https://rebelion.org/le-havre-2011-siempre-queda-la-esperanza/

(4) El texto completo de Cioran, dice: ‘Solo el sufrimiento cambia al hombre. Los hombres no han entendido que contra la mediocridad no queda otra arma que el sufrimiento. Con la cultura y el espíritu no se cambia gran cosa; pero es increíble lo que puede transformar el dolor.

(5) https://rebelion.org/la-palabra-como-noble-recurso-ante-la-impotencia/

FICHA TÉCNICA: Título original: The Piano. En español: El piano. País: Nueva Zelanda / Australia / Francia. Año: 1993. Género: Drama. For.: 35 mm; color; 121 min. Dir. y guion: Jane Campion. Mús.: Michael Nyman. Fot.: Stuart Dryburgh. Mon.: Veronika Jenet. Vest.: Janet Patterson. Int.: Ada McGrath (Holly Hunter); George Baines (Harvey Keitel); Alistair Stewart (Sam Neill); Flora McGrath (Anna Paquin); Tía Morag (Kerry Walker); Nessie (Genevieve Lemon); Hira (Tungia Baker); Reverendo (Ian Mune); Marinero líder (Peter Dennett); Mana (Cliff Curtis); Padre de Ada (George Boyle). Prod. Ejec.: Alain Depardieu. Prod. Asoc.: Mark Turnbull. Prod.: Ciby 2000 / Jan Chapman Productions. Dist.: MOKÉP. Estreno: Festival de Cannes (15.may.1993). Premios: Cannes/93: Palma de Oro a Mejor Película, ex-aequo con Adiós a mi concubina, de Chen Kaige; Holly Hunter, Mejor Actriz. 1994: Holly Hunter, Mejor Actriz; Anna Paquin, Mejor Actriz de Reparto; Mejor Guion original. 1994: Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina (ACCA), Cóndor de Plata al Mejor Filme Extranjero.

 

* (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE, desde 2012, y columnista, 23/mar/2018. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Siete ensayos sobre los imperialismos – Literatura y biopolítica, en coautoría con Luís E. Soares, fue publicado por UFES, Vitória (Edufes, 2020). El libro El estatuto (contra)colonial de la Humanidad, producto del III Congreso Int. Literatura y Revolución, con su ensayo sobre Manuel Zapata Olivella y su novela magna Changó, el gran putas, fue lanzado por UFES, el 20/feb/2021. Autor, traductor y coautor, con Luis E. Soares, en el portal Rebelión, EE y Las2Orillas. E-mail: [email protected]    

 

   

 

 

 

 

 

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