El pesebre del arte se ha quedado sin niño. Hace muchos años en el cielo del arte colombiano apareció una estrella que anunciaba o advertía la venida de aquel hombre.
Las figuras del pesebre nunca serían las mismas, los artesanos como José se engrandecerían y las Marías curadoras de sus prodigiosos hijos lo celebrarían.
Tal vez el pesebre real del artista Antonio Caro careció de la natividad cristiana, pero no por ello de la natividad artística que una Nazaret mundana en el ámbito nacional del arte esperaba.
¿El mundo lo esperaba? Al igual que el mesías nazareno diríamos que sin duda su venida implicaba un propósito histórico y, de seguro, así lo fue la de Antonio Caro en el campo nacional del arte. Su naturaleza como la del nazareno fue rebelde, por decir lo menos.
Irreverente por naturaleza, instintivamente él mismo rechazó la escuela del arte desde el pupitre, que no lo consideró buen dibujante. De allí se armó solo, como Jesús. Sus convicciones no tenían que recitar las leyendas de las leyes del arte como tampoco el nazareno repitió discursos.
Pero, lejos del presente parangón ecuménico, simplemente hay que reconocer en Antonio Caro la cuota mesiánica que necesitaba el arte nacional en aquel momento y que solo él pudo encarnar de manera justa. Su trasegar tampoco fue fácil, la polémica era su bondad más dada y las masas lo seguían, las mujeres querían tocar su mano y los hombres escuchar su consejo. Sin duda alguna, era el mesías.
El círculo de la Nazaret colombiana artística, el de las damas curadoras y los señores críticos, se había instaurado para recibir incluso una bofetada que sólo los más inteligentes sabrían entender para poner la otra mejilla.
El mesías del arte nacional alcanzó el milagro por el que los salones del arte ahora resucitaban: “Defienda su arte”, rezaba el mandamiento dilapidado en la mejilla de un curador escéptico de la época, quien recibiera la cachetada que le propinó aquel “novísimo moderno” artista llamado Antonio Caro.
La bofetada plasmada luego en una serigrafía, fue el sudario que todos quisieron testimoniar como parte de su fe. Tampoco el templo de los mercaderes fue de nuevo el mismo después de que el mesías del arte destruyera todo con la obra “Aquí no cabe el arte”, una frase puesta en cartulinas con letras ordenadamente pintadas con acrílico, sin ostentación alguna aparente, en el XXIII Salón Nacional de Artistas del Museo Nacional para 1972. Debajo de las grandes letras, aparecían los nombres de víctimas de nuestra muerte cotidiana, para recordar que somos una sociedad infame alejada de la divinidad.
El nazareno bogotano del arte nunca abandonó sus principios, fue coherente e inflexible en venderse a costa de sus ideologías, a los encantos de una sociedad bogotana atraída por los paraísos de un arte moderno más deslumbrante. Sus elementos más recurrentes fueron el mensaje, el concepto, el juego de la palabra y un diálogo contundente con la realidad. Ello lo llevó a decir menos con más y a inmortalizarse con mayor notoriedad que otros artistas. Sus actos eran sencillos, incluso insospechados.
A través de la sinceridad de los elementos simples que preceden una complejidad estética muchas veces innecesaria, este hombre bendito del arte supo, por ejemplo, dar todo el crédito conceptual al apreciado jabón que preservara literalmente la vida en medio de la pandemia del covid-19. Así, recrudeció uno de los momentos más difíciles de la humanidad en este siglo, a través de la sincera puesta en escena del mismo elemento, con un ventanal de letras elaboradas a partir de jabón popular que rezaban “Jabón, bendito jabón”.
Esta sería una de sus últimas obras, expuesta en la galería Casa Riegner de la ciudad de Bogotá, durante el confinamiento. Esto sin dejar de ir atrás para recordar sus más renombradas obras que, entre otras, incluyen su repetida impresión a mano de la elaborada y profunda firma del líder indígena Quintin Lame, con la reiterativa pulsión de no olvidar, o el nombre del país con la tipografía comercial de una de las bebidas gaseosas más famosas de la historia.
El hombre sencillo del arte, como lo era el nazareno a la espiritualidad, recorría a pie las calles, rara vez de hecho tomaba bus, y no romantizaba la vida en lo más mínimo, pues todo lo cuestionaba y atentaba contra lo establecido por tradición.
Usó aparatos celulares solo al final de sus días cuando la tecnología lo arrinconó, aunque nunca logró hacerlo en la naturaleza orgánica de su arte austero y contundente, para muchos de tipo naiv o desaliñado que nada tenía que ver con el prodigio estético y evolutivo más apreciado por el arte y las galerías.
No obstante, su obra sencillísima se ha expuesto en galerías en el mundo y una de sus obras (“Aquí no cabe el arte”) ocupa ya un espacio en el Centro Pompidou de París y ha recibido reconocimientos únicos para un artista nacional y su contundencia parece inevitable.
Hace un año el mesías del arte nos dejó y el pesebre del arte quedará incompleto sin su más dulce (y amarga para muchos) figura, la del niño Antonio Caro. Bendito Antonio, como haces de falta.
*Foto Sebastián Jaramillo