Cuando me encuentro con el pesebre navideño: un oscuro carpintero, una mujer joven, un asno, un niño y un buey, “vuelve el recuerdo vago de las cosas que embellecen el tiempo y la distancia”. Hay un mundo que se fue, ante el temor y el miedo, la indagatoria y el bombardeo, dado que se ha huido de los campos, ante las amenazas y el temor de la guerra, que se intenta olvidar, en las voces de los mayores y los cantos dulces de los niños, con la ilusión: “Noche de paz, noche de amor, todo duerme en derredor…”
En el país, a principios del siglo XX, la mayoría de la población vivía en el campo. Cien años después vive amontonada, en las ciudades, respirando la inclinación al despotismo. Sin esperanza de reformas ni revoluciones que transfiguren o den sentido a la vida, el pesebre navideño dibuja un mundo que nunca existió.
Quizá por la ingenuidad del pesebre corre el recuerdo del talco brillante de las cascadas. El pescador saca con la caña un bagrecito, pues las aguas no están contaminadas, no hay basura ni plásticos, tampoco las excretas de olores nauseabundos en las afueras de las ciudades. Los caminos de arena en el aire mágico del pesebre con asnos, caballos y camellos, contrastan con la estela de camiones, colectivos, taxis, motos, en la turbidez creciente en la ciudad. Las panaderías del horno de leña y la hogaza se trasfiguraron en fábricas de pan.
En los pesebres populares no hay policías ni soldados, tampoco la presencia del imperio que convierte a los palestinos, en un pueblo paría, por la orden caprichosa del César. Recuerda, el verde en los pesebres la belleza ante las opacas construcciones de cemento y las lapidas de concreto cubriendo las calles. No hay en los pesebres robos ni atracos, tampoco bandidos de cuello blanco, en el arco de los puentes que llevan al caserío. La estrella en el cielo, sobre las colinas y collados evoca el encanto que no poseen los satélites, drones y aviones. Las puertas de las casas están abiertas y las ventanas no tienen rejas, tampoco hay conjuntos cerrados con cercas electrificadas. En la esperanza de un mundo ingenuo, en los pesebres no hay avalanchas sobre los pueblos, que no saben de retroexcavadores en busca del metal precioso en el cauce de los ríos.
Las cabras trepan por las laderas y las ovejas pastan tranquilas, sin que el temor del lobo las asedie, tampoco el ladrón que las venda en la plaza de mercado. No hay, en el camino hacia Belén, hombres pidiendo limosna, tampoco muchachas ofreciendo sexo. Y, en la pupila, de Melchor, Gaspar y Baltasar, brilla la esperanza de la justicia, el aroma de los sueños y la finitud del niño, sin preocuparse por el devaluado peso.