Como muchos compatriotas quisiera que la consulta convocada marque un punto de quiebre positivo en la lucha contra la corrupción. Sin embargo no soy optimista. Varios analistas del tema han demostrado que buena parte de los objetivos perseguidos pueden alcanzarse con la aplicación de normas ya existentes, mientras otras de las propuestas no generarían transformaciones verdaderas.
Lo antes mencionado sucede, por ejemplo, con la pretendida prohibición a los congresistas de sobrepasar tres períodos en el ejercicio de sus cargos. Es obvio que ellos y sus maquinarias no renunciarán al poder. Ocuparán sus curules en cuerpo ajeno: parientes, compinches y socios pasarán a reemplazarlos, haciendo inane la nueva medida.
El asunto de fondo es que la corrupción en la vida pública requiere de un abordaje sistémico, integral, que debe consultar el profuso acervo teórico y las experiencias existente. Es improcedente reducir el complejo tema a siete aspectos o preguntas puntuales.
Buena parte de los objetivos podrían alcanzarse
con la aplicación de normas ya existentes
y otras de las propuestas no generarían transformaciones verdaderas
Para comenzar, si se quiere derrotar aquel flagelo hay que transformar el aparato judicial haciéndolo transparente y eficaz ¿De qué sirve proclamar que los corruptos deben cumplir penas efectivas en establecimientos carcelarios si las investigaciones no avanzan y las penas aplicables son notorias por su lenidad? ¿Qué hacer si la misma justicia está también corrompida?
De otra parte hay conductas inaceptables en la gestión oficial que deberían ser duramente reprimidas y de las cuales, aunque sus promotores digan lo contrario, en realidad no se ocupa la consulta. Al efecto mencionemos la mermelada, procedimiento en el cual un congresista gestiona recursos para proyecto e “indica” o señala a quienes debe ser beneficiarios del respectivo contrato ¿Por qué no se propuso la pérdida de la investidura y la privación de la libertad para los parlamentarios que indican los nombres de contratistas, ya sea que tal “señal” se efectúe de manera directa o por interpuesta persona?
La consulta también deja de abordar situaciones inaceptables referidas al funcionamiento municipal. Me refiero a los contratos de prestación de servicios personales entregados a dedo a los concejales adeptos al respectivo alcalde. El sistema anula la democracia local ya que los ediles favorecidos con esas posiciones burocráticas exigen a los nombrados cuotas en dinero y votos que les permitirán perpetuarse en el cabildo o dar el salto hacia el Congreso.
Otra falencia de la consulta es que desperdicia la oportunidad de endurecer el régimen sobre conflicto de intereses en la expedición leyes y decretos. Los ejemplos negativos en este particular son profusos, pero me refiero a uno reciente. El 25 de junio pasado el presidente Santos firmó el decreto, el 1069 de 2018, de cuyo contenido él es beneficiario directo por cuanto vuelve vitalicio el esquema de protección del que gozan los exmandatarios y su cónyuge. Además esa disposición confirma para tales exfuncionarios la disponibilidad de un edecán, agregando a su servicio un Jefe de Seguridad que debe ser Oficial Superior de la Policía Nacional. ¿No será que en protección de las finanzas públicas las dos funciones podrían encomendarse a un solo oficial? ¿No habría sido más elegante y trasparente que a mes y medio de terminar el mandato los ajuste fueran introducidos por el nuevo gobierno?
Finalmente la Consulta ha podido reafirmar aquella norma que no debe tener excepciones, según el cual en Colombia nadie puede tener pensiones por valor superior a los veinticinco salarios mínimos legales. Y es que ese mandato inspirado en la equidad, se encuentra bajo el asedio de ciertos excongresistas y exmagistrados, quienes se han empeñado en mantener gabelas descomunales y parecen dispuestos a imponerle al Estado unas erogaciones cuyo monto podría superar los cincuenta billones de pesos.
A estas alturas aparece una consideración central. La realización de la consulta implica costos por valor cercano a los trescientos mil millones de pesos. Una suma que permitiría dar subsidios y solucionar las necesidades de vivienda de unos veinte mil colombianos, o construir más de trescientas escuelas en la Colombia atrasada y profunda, donde no hay presencia del estado. La circunstancia anterior lleva a plantearse preguntas ineludibles: ¿Vale pena quemar aquellos recursos en un procedimiento que fácilmente podría frustrarse por no alcanzar la participación de votantes requerida? ¿Resulta sensato insistir en este camino cuando se pueden obtener iguales resultados mediante el uso de estrategias legales y la aplicación de una voluntad política firme, como la ya anunciada por el nuevo gobierno?
La Consulta Anticorrupción en los términos en que está planteada representa un dilema sin desenlace feliz a la vista. Si no se logra el umbral requerido o se rechazan sus contenidos quedaremos ante el mundo como una nación refractaria a las soluciones, indiferente ante la venalidad y los torcidos. Pero si se aprueba la propuesta debemos tener consciencia de que su contenido es insuficiente, apenas un paño de agua tibia, y muy seguramente seguiremos en las mismas.