El creador de Dilbert, caricatura que ilustra situaciones del absurdo mundo burócrata, publicó durante la Gran Recesión un artículo titulado The Perfect Stimulus: Bad Management (WSJ, 6/11/2010), cuyas reflexiones siguen vigentes. Parece necesario complementarlas, con los estímulos del Gran Confinamiento.
Sin importar cuánto nos empeñemos en limpiar los desastres y muladares del sector público y privado, el equilibrio de poderes neutraliza cualquier iniciativa de cambio y nos mantiene estancados entre callejones sin salida; incluso, dado que salimos de una crisis para ingresar en otra más profunda, podría decirse que estamos sumidos en barriles sin fondo.
Solo una minoría logra formarse en instituciones que agregan valor (y casi todos parecen sociópatas ocupando posiciones de liderazgo); pocos habitan una vivienda adecuada (y propia), y la clase media, vulnerada y agobiada, tampoco puede satisfacer sus necesidades básicas de manera digna. Estos precedentes eran caldo de cultivo para cualquier cataclismo social, pero ahora se fusionaron con la prolongada incertidumbre de la pandemia y el irreversible colapso económico, porque en el corto plazo el rebusque saboteará la contención del virus y en el mediano plazo un apagón limitará el funcionamiento del aparato productivo.
Salvador, el DANE se apiada del gobierno de turno y manipula el diseño de los instrumentos o indicadores; además se diversifica, dedicado al mitómano storytelling. La indiferencia es inmanente en este auditorio; y, si alguna "molestia" se convierte en protesta, usualmente termina volviéndose una "molestia", pues apela a manifestaciones "miserables", que incrementan las dosis de desesperanza cuando nadie puede distinguir a los victimarios.
Diluidas, por efecto de la resignación o la fuerza pública, se imponen ciertas expresiones emergentes y pasivo-agresivas, que, "applicadas" con conveniencia y orgullo, nos estimulan y hacen creer que nos sentimos —o somos mejores— que otros. El manual incluye palabras cuyo significado carece de acción intelectual y práctica, como "empatía", "solidaridad", "resiliencia" y "holístico", que ni siquiera edulcoraban a la "antigua anormalidad".
¡Bravo! (aclaro que no aplaudo) Me encuentro bravo con el Estado, el empresariado y los medios de comunicación, que maquillan con vacuos lemas de responsabilidad social sus iniciativas, inicuas e inocuas.
Sin alternativa a la vista, con o sin intervencionismo (y globalización), nos encerraron en la caja de Pandora; además de "atenidos", posiblemente seamos las personas más pesimistas, “insatisfechas, amargadas y difíciles de complacer que existan” (ídem). Sin embargo, la banca tradicional no era la única industria corrupta; también en la tecnológica predominó "la mala gestión".
Honrando su juventud, el presidente Duque ofreció a los millennials la experiencia de un toque de queda y la aventura de un confinamiento. También les permitió aprender cómo monopolizan la radio y televisión las dictaduras populistas, como Maduro TV, para disimular su incompetencia como presidente, aparentar que están haciendo algo (constructivo) y acallar los rumores de cambio de gobierno (que resonaron finalizando 2019).
El coronavirus lo cogió dormido, no anticipó el cierre de fronteras a tiempo y tampoco el efecto del derroche de agua en los embalses. Diseñó una simulación de lo que se siente estar secuestrado, alargando la cuarentena a cuentagotas mientras dilata la liberación de la economía, que terminará atrofiada y deprimida, porque el racionamiento dejará sin energía a las empresas y las escuelas, y también impedirá a las casas actuar como sustitutas.
Por cierto, "subcontratadas", no reciben subsidios por el uso productivo de la red eléctrica y de telecomunicaciones. La economía doméstica, del cuidado y el hogar tampoco recibe ingresos, aunque su valor agregado debería sonrojar a las industrias formalizadas; sin pretender hacer apología, esos vacíos los ocuparon otros renglones excluidos del PIB, como el narcotráfico y la minería ilegal, que durante tanto tiempo han estimulado las cuentas de la política.
Como su primer año, Duque se raja en 2020. La deuda social de su gobierno, y la quiebra económica y fiscal implicarán la pérdida del grado de inversión. Su ministra de energía tampoco se puso las pilas y ahora delega a los colombianos la iniciativa Comparto mi energía, abusando de las donaciones; y la de Educación emite “orientaciones a los establecimientos educativos no oficiales para la prestación del servicio”, saturada de eufemismos y haciendo referencia ambigua a los piratas y privados, que aparentemente no tienen ánimo de lucro y ocupan los vacíos del Estado.
Esta tendencia, sostenida durante décadas, permite generalizar: la incompetencia, corrupción e impunidad no son exclusivas de la rama ejecutiva. El congresista liberal, Juan Fernando Reyes, acertó al hablar de obesidad jurídica, pero se confundió al asociar el prefijo híper para calificar la regulación, en un país donde el Congreso es el principal responsable de la anomia y las cortes no hacen justicia al avance que en derechos fundamentales suponía, en su momento, la carta magna del 91.
No podemos renunciar a ser bogotanos (López es otro desastre), colombianos o terrícolas (gobierno multilateral). A riesgo de parecer esquizoides, dejemos de actuar como zombies, liberémonos de la esclavitud que elegimos democráticamente, y exijamos la revocatoria de los altos mandos del Estado y la convocatoria de una constituyente, donde deberíamos refundar el país aprovechando las lecciones de El holocausto del mundo (Hawthorne, 1844).
Tal como sucedió a Wakefield (Hawthorne, 1837), cada día que pasa trastoca todo, y este refugio, que inició en 2020, podría tener consecuencias durante 20 años.