Alguien sentado en un sillón lejos del desastre hace cálculos, alguien busca que se controlen las redes sociales, los medios y las opiniones críticas; se necesitan censuras y persecuciones, cerrar filas de una vez por todas contra el peligro; alguien clama por ejércitos en las calles; alguien promueve que las elecciones se aplacen, alguien hace esto mientras escupe bocanadas de gasolina al fuego y se beneficia del fuego.
Quien así actúa es el verdadero vándalo, el más siniestro entre todos, un calculista de la infamia que no puede ocultarse; ahora o más adelante tendrá que responder por lucrarse de la reyerta en una sociedad agotada, sitiada por la desesperanza.
Está dibujado: en el peor momento del país ubicado entre los doce con más contagios y muertes en el mundo por la pandemia, pobre por encima del 42 % de sus habitantes y tomado por la aterradora criminalidad organizada y el aturdimiento institucional, el gobierno pone sobre la mesa la más alborotadora reforma tributaria desde la Independencia; el director espiritual del partido afín surge como héroe a tumbarla; el país se prende en furia, el humo sube, helicópteros sobrevuelan, vidrios caen y el presidente no tiene otra (ojalá no resulte así) que tomar medidas de excepción: conmoción interior, nueva emergencia económica, prontas medidas de crisis asumiendo poderes especiales.
En las cuentas del calculista estará previsto que de ir a ese escenario gubernamental de excepción el fuego se hinchará, más tumulto arremeterá en las avenidas, las armas se confundirán hasta que nadie sepa hacia que lado dispara; a ese calculista que acaso ve las cosas en términos de daños colaterales no le importa que la sociedad, ricos y pobres, se calcine; no le concierne que el gobierno se hunda, pues calcula el futuro de otras administraciones a su medida; el calculista tira sus cartas en beneficio propio y a algunos engaña con la entelequia de que el de él representa el interés supremo, la ganancia de todos.
El presidente Duque contaba alegre en medios por los días de su posesión que desde niño, como tantos otros, soñó con ser presidente --no bombero— presidente; una oportunidad en el laberinto de las coyunturas, una ocasión de incidir lo mejor posible en la vida de millones de personas.
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No le ha funcionado la lealtad declarada en exceso hacia el jefe espiritual de su partido, pues este lo pone de carne de cañón, lo sitúa en medio de una guerra sin pertrechos
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Pero no le ha salido bien el sueño que ahora parece irremediable fatalidad: no le ha funcionado la lealtad declarada en exceso hacia el jefe espiritual de su partido, pues este lo pone de carne de cañón, lo sitúa en medio de una guerra sin pertrechos.
No le ha funcionado rodearse de allegados grises, perdidos en la cosa pública, de ministros leales a otro; no le ha dado resultado gritar histérico y maltratar el acuerdo con las Farc, un acuerdo magro, es cierto, pero simbólico para una sociedad de largas guerras.
Poner a Maduro como contraparte tampoco terminó siendo rentable, cuando cada día tienen más palabras, más gestos, más comportamientos, más desatinos y mandamientos similares.
Tampoco le ha funcionado la respuesta banal a asuntos grandes, las palabras usadas (no cederemos, no nos entregaremos, no toleraremos, mientras todo lo contrario pasa como un tren); ser juez que decide a quién absuelve o a quién lapida; ubicar fiscal, procurador y contralor; poner al más obtuso a dirigir el centro de la memoria de un país de memoria cansada; a Duque claramente no le ha alcanzado la estrategia de comunicaciones incendiaria, la figuración fea en el set; sostener que este país ahogado en narco será el Silicon Valley de Iberoamérica, el centro de la tecnología y la investigación creativa, cuando media nación no tiene internet, carece de lo mínimo para obtener un computador útil y padece para ir a la escuela entre campos minados. Al presidente, como síntesis de un largo manifiesto, no le va encargarse de la Copa América de fútbol quitándole segundos a un país que arde.
Así no, Duque, así no. Quien sea el que hace los cálculos, ha fallado de mala fe, no es sano consejero, ni mentor, ni amigo. Decretar cualquier forma de estado de excepción hoy equivaldría a repartir machetes.
Es un hecho, y más que eso una desgracia, que si al presidente y al gobierno de un país les va mal, al país le va peor. Ojalá Duque no se consuma en esta; se espera más bien que ubique el botón de pánico, que dé un viraje hacia un diálogo honesto (que es totalmente distinto a un acuerdo de élites y a los consensos de siempre con politiqueros); decídase ya, sin más demora y para los últimos largos días de administración a recomponer un equipo de gobierno en su mayoría flojo, errático, pendenciero. Siempre es posible cambiar el gesto, darse otra oportunidad, moldear para algo mejor aquel sueño de niño.