A Noelia.
El peor enemigo de Bogotá es usted y soy yo. Somos todos. Enemigos de pensamiento, palabra, obra y omisión. Enemigos que ya se cuentan por millones y en mejores épocas —que ya parecen remotas— se hacían llamar ciudadanos. No importa la razón o sinsentido que los detiene en esta ciudad, que sin pestañear, los vio nacer o los vio llegar, los vio irse y los vio volver. Todos, irresponsables, dañinos, tóxicos. Todos culpables.
Culpables de queja. Inmóviles. No desaprovechamos oportunidad para lamentarnos. Criticar. Indisponer. Todos contra Bogotá. La queja es la somática imposibilidad de ser útil. Paralizados, dedicamos largas horas a hablar de lo mal que se vive, de lo mal que estamos, de lo cara que se puso. De las ganas de salir corriendo. Pero no podemos, nos estamos quejando, ese yunque, esa ancla, esa cadena, que nos encierra en un lamento que no sirve de nada y para nada.
Culpables de justificación. Móviles. Actuamos mal. Procedemos intuyendo equívocos. Y de inmediato, maquillando nuestro error, nos justificamos. La contracultura ciudadana. El amparo en el error ajeno. El “él lo hizo”. El “todos lo hacen”. Ese “no fui yo”. Ese “no tanto”. Nos curamos la llaga de nuestros propios atropellos, señalando. Buscando un victimario exterior. Un solo culpable de mil caras.
Cada cierto tiempo asistimos a un ritual de despojo de responsabilidades. Una purga de ciudadanía. Votamos. Escogemos a un responsable para hacernos irresponsables. Semanas antes nos enemistamos con conocidos y desconocidos cuando ese apetito de irresponsabilidad no coincide en personaje y cuerpo. Ungimos mesías que incapaces se martirizan, en su necedad de poder, con una ciudad donde la ciudadanía no funciona y por eso no funciona la ciudad. No hay alcalde que valga.
Cualquier gobernante sensato solo puede prometer en tanto y en cuanto sus ciudadanos estén dispuestos a comprometerse. De resto es burla. Tamal ideológico. Metros que vuelan en el aire mortecino de lo irrealizable. Caída libre. Bofetada tras bofetada. Atraso. Cartel pegado con desprecio en el espacio público. Promesas vacías. Boleros que no se bailan. Frases de política de cajón.
Cuando Gay Talese se propuso escribir sobre Nueva York, la llamó, la ciudad de las cosas inadvertidas. Se me ocurre que eso nos pasó, dejamos de advertir. De agradecer. De concebir lo bueno, lo bello y lo oportuno para nuestra ciudad. La olvidamos. Olvidamos que aquí sucedieron muchas de nuestras primeras veces. Nuestro primer libro, nuestro primer grafiti y nuestro primer extravío. El primer edificio que nos hizo extender el cuello. El primer recuerdo del mar cuando se le antojó confundirse con el cielo en la mitad de las montañas. Nuestra primer nariz fría.
Aquí fuimos, somos y seremos. Aquí nos olvidaron y nos volvieron a inventar. Aquí, en la Bogotá que no nos merecemos, pero que aún así nos abriga con esperanzas, trabajos y oportunidades. A todos, a sus enemigos. Esa Bogotá que no se cansa de perdonarnos el haberla engañado, negándola. Haberla descuidado, haberla librado al azar de nuestra indiferencia. Esa Bogotá, que vale la pena, pero por encima de todo, y todos, aún de sus enemigos, vale la dicha.
@CamiloFidel