Héctor Abad Faciolince regresó a Medellín después de estar estudiando literatura en Turín en 1987. Ese año su papá, el médico, profesor y columnista Héctor Abad Gómez, encabezaba desde sus escritos y denuncias, la ola de rechazo que generaba la matanza que grupos de ultra derecha, aparentemente respaldados por el batallón Bomboná, perpetraban contra defensores de derechos humanos en la ciudad. Para Héctor no había nadie más importante que su papá. Fue su maestro, el hombre que le enseñó, a punta de amor, a descubrir su vocación. Por eso veía con una mezcla de admiración y temor cómo el viejo se acercaba al precipicio. El aparecer en una lista de personalidades amenazadas por los paramilitares, crispó los nervios de Héctor. Intentó convencerlo de todas las formas de que se callara, que disfrutara de su jubilación, que se dedicara más a su jardín, pero no pudo. Hay destinos que no se pueden torcer.
En la mañana del 25 de agosto de 1987 su amigo, Luis Fernando Vélez, presidente del Comité Permanente de Derechos Humanos de Antioquia, fue asesinado. Dos días después, mientras salía de su consultorio, una misteriosa mujer se le acercó y le pidió a Abad Gómez que se dirigiera a la sala de velación y despidiera al líder ya que le harían un homenaje antes de llevarlo al cementerio. Al médico la idea le sonó. Eran días agitados, acababa de lanzarse, a pesar de las súplicas de su familia, a la alcaldía de Medellín. Ningún partido quería respaldarlo. Su compromiso con la gente era un problema para los políticos tradicionales.
Abrumado de problemas se encontró, antes de despedir a Vélez, en una cafetería del centro de la ciudad con su esposa y su hijo. Abad Faciolince no recuerda de esa última conversación que sostuvo con su papá, un presagio de lo que sobrevendría. Lo único raro era que su papá estaba muy distraído, taciturno y ni siquiera comió el plato que pidió. Llegó su estudiante, Leonardo Betancur y ambos se fueron caminando hasta la sala de velación. Cuando llegó Héctor Abad Gómez se dio cuenta que le habían tendido una trampa. A Luis Fernando Vélez hacía rato se lo habían llevado de allí, no había homenaje alguno. Entonces se escuchó en plena calle el rugido de una moto.
Cuando Héctor llegó a la escena su papá ya estaba cubierto poruna cobija blanca manchada de sangre. Lo reconoció por sus zapatos. Gritó con las entrañas “Hijueputas lo mataron” y luego se retorcía de dolor. No dejaron que se lo llevaran, hasta que todas sus hermanas llegaran al lugar y vieran lo que habían hecho con él, no dejarían montarlo a la camioneta de Medicina Legal. “¿Quién puede matar a un hombre tan bueno?” se preguntaba la esposa de Héctor Abad Gómez mientras veía los zapatos de su marido recién lustrados.
Veinte años después Hector Abad pudo tener la distancia necesaria para escribir ese grito llamado El olvido que seremos, una novela que le trajo la fama internacional y que sirvió como un homenaje imborrable a la persona que él más adoró y a uno de los personajes históricos imprescindibles para entender ese pequeño infierno que es Medellín. El libro cautivó a un director ganador de Oscar, el eminente Fernando Trueba quien la adaptó y la estrenó en el infausto año de la pandemia. Ha sido una pena que por las restricciones propias del coronavirus su estreno en el país no haya tenido la importancia que merece. Esta es una película imprescindible, no sólo por lo bellamente filmada que está, sino por su mensaje poderoso. Abad Gómez, magistralmente interpretado por el español Javier Cámara, tuvo un solo precepto a la hora de educar a sus alumnos y a sus hijos, el amor. Por amor dio las batallas que terminaron asesinándolo. Abad sería hoy en día tratado como tibio. Nunca se afilió a ningún partido. Los católicos antioqueños lo llamaban comunista. Los estudiantes más duros de la Universidad de Antioquia le decían facho. Era lo que se considera hoy en día un tibio.
De tibio tampoco bajan a su hijo 34 años después de su asesinato. A Héctor Abad los uribistas lo llaman terrorista porque ha sabido denunciar el papel que podría haber jugado el ejército en el asesinato de su papá, y los petristas no lo bajan de paraco porque en una columna para el New York Times de comienzos de junio del 2018, días antes de la segunda vuelta, afirmó que no votaría ni por Duque ni por Petro. Y el INRI le cayó. Todavía las ofensas sobre él retumban. No fue suficiente el sacrificio de su papá. Los petristas necesitan un poco de violencia verbal en Twitter. Sólo los que putean y llaman Paraco a Uribe entrarán al cielo de los justos.
La película de Fernando Trueba no sólo es necesaria para entender el horror que nos rodea sino para acercarnos a la obra de un escritor que ha cometido dos pecados: vender demasiados libros y no votar por Petro. ¿Será por eso que los críticos no le han dado la importancia necesaria a esta película?
Se llora tres, cuatro veces, se llora toda la película. Cuando se encienden las luces, entre los tapabocas, vi los ojos arrasados de los que habían experimentado la potencia de una de las películas más hermosas y necesarias que se han hecho en este país. El olvido que seremos es una excusa maravillosa para regresar a una sala de cine.