La Iglesia buscó controlar a las personas creando como por arte de magia (porque todo fue un montaje) el concepto de ‘pecado’. El resultado: se tiraron a todo el mundo. El pecado original no fue que Adam se revolcara con Eva sino que los grandes “sabios” religiosos dijeran que eso, esto y aquello era pecado.
Lo mismo ocurrió con los grafiteros. Unos “sabios” tecnócratas decidieron que pintar en el espacio público era un delito y que había que perseguirlos por delincuentes. Y claro, si trato a alguien como criminal, pues lo convierto en criminal sin escucharlo, sin entenderlo y sin buscar que él mismo reflexione sobre su comportamiento. Obvio, que alguien reflexione es peligroso.
Eran los años 60 en Harlem (NY) y dos niños de 5 y 4 años, Edward y Adam, fueron condenados a vivir en un orfanato porque sus padres no se entendían entre ellos. En este lugar fueron maltratados y poco cariño recibieron. Cinco años después regresaron a su madre, quien ahora vivía en el South Bronx, un barrio con drogas, violencia, crimen, pobreza y pandillas. Su visión del mundo era que el estado (manejado por blancos) era injusto. ¿Qué otra visión podían tener cuando un juez (blanco) los condenó a ellos y no a sus padres; cuando los bomberos, la policía y todos los empleados públicos eran blancos que abusaban de los negros? Su ídolo, Martin Luther King, fue asesinado en 1968. A su pequeña edad esto significaba que ya no tenían quien los representara, habían perdido su voz.
La solución: si no tenemos quien nos haga visibles, tendremos que hacerlo nosotros mismos. Así comenzó el juego del grafiti para que el mundo supiera que ‘yo’ existía. Eso era todo. Esta fue la historia del grafitero Staff 161 y su crew Ebony Dukes.
¿Y quién fue el genio que convirtió este juego en un delito y en un problema para las ciudades?
En el verano de 1971, el New York Times publicó un artículo sobre Taki 183 presentándolo como un joven de diecisiete años, desempleado y simpático que tenía un hobby extraño: escribir su firma en todos lados. Este artículo, aparentemente, hizo que el número de grafiteros aumentara porque muchos jóvenes querían que los medios escribieran sobre ellos. Así que alguien con influencia logró que durante el resto de 1971 no se hablara de grafiti en los medios. Fue solo hasta mayo de 1972 cuando el presidente del Consejo de Nueva York afirmó en una rueda de prensa: “…el grafiti poluciona los ojos y la mente y puede ser una de las peores formas de polución que debemos combatir...” e instigó a los ciudadanos de la ciudad a declararle la guerra al grafiti.
El New York Times sugirió que la responsabilidad de erradicar el grafiti no debía ser de la ciudadanía sino de la administración, así que recomendaba que se prohibiese la venta de latas de pintura a los menores de edad. ¿En qué momento pintar en la pared se convirtió en una guerra?
El alcalde de ese momento, John Lindsay, propuso una regulación para multar y encarcelar a cualquier persona que tuviera una lata de pintura sin tapa en cualquier edificio público. Lindsay públicamente inicio una cruzada contra los artistas afirmando que el grafiti estaba relacionado con problemas mentales. A comienzos de 1973, se anunció que durante el año se habían arrestado 1.562 jóvenes por escribir en los metros y espacios públicos. Sin embargo, la Autoridad Metropolitana de Transporte (MTA por sus siglas en inglés) sugirió que era necesario aumentar el número de grafiteros arrestados para eliminar la epidemia (cualquier relación con los falsos positivos es pura coincidencia). Así que la ciudad decidió destinar $10 millones de dólares ($240 millones de dólares de hoy) para exterminar el grafiti.
¿Qué hubiese pasado si los grafiteros en 1973 fuesen todos blancos y ningún negro? ¿Los habría tildado de criminales o habría buscado comprenderlos? ¿Qué habría pasado si esos $10 millones de dólares se hubieran utilizado para promover el arte urbano, embellecer la ciudad y aumentar los espacios de expresión de las personas que se sentían oprimidas? Ni de vainas, que la gente piense y se exprese es un problema.
¿En qué momento nos dejamos meter el gol de que la droga es ilegal (y esta vez tengo que reconocer que no fue la Iglesia) y que la guerra es contra unas personas con botas de caucho en la montaña, cuando la guerra es contra la confusión, insatisfacción y la falta de rumbo de la persona que consume? ¿Por qué dejamos que sea más importante la droga que la persona?
Si tratamos a los grafiteros como vándalos, así lo serán para la ciudad. Si tratamos a los grafiteros como artistas, ¿cómo serían nuestras ciudades?