La última denuncia de características nacionales acerca de delitos cometidos por clérigos católicos sobre cientos de miles de niños en el mundo le corresponde a Francia, país que en su momento fuera un peso pesado de la feligresía romana, pero que en el presente vive un proceso de pérdida de seguidores. Los católicos eran el 52 % en 2007, frente al 80 % de 1992. Quince años después la cifra presumiblemente sigue a la baja.
Las últimas semanas fueron de agite informativo y de opiniones en medios periodísticos y redes sociales. Se difundió la consabida «vergüenza» de Jorge Bergoglio (Francisco)
— habida cuenta de que ya es imposible ocultarlo como se sistematizó durante siglos— seguida de su expresión de «inmenso dolor» pero ninguna medida concreta que modifique una modalidad de delitos amparados por una cultura de omertá [ley de sielncio]. Habrá nuevas denuncias, y el ciclo repetirá.
Tampoco habrá nada que modifique la defensa legal de los sacerdotes depredadores de niños con la que se intimida a las víctimas reclamantes, como sigue sucediendo en las diócesis del mundo occidental.
En los estrados judiciales, o instancias de indemnizaciones, los abogados contratados por la Iglesia católica presionan a la contraparte como en cualquier litigio de derecho comercial. Lo que revela cual es el auténtico espíritu de «ponerse del lado de las víctimas» a que aluden algunos de los cardenales, en realidad gerentes corporativos, obligados a dar explicaciones.
«Nada». La realidad es que el papa Francisco «no ha hecho absolutamente nada para resolverlo», como afirmó recientemente el sociólogo del Colegio de México, Roberto Blancarte, entrevistado en CNN por la periodista Carmen Aristegui.
Bergoglio quiso moderar la postura tradicionalmente excluyente de Roma respecto a los divorciados y al matrimonio igualitario, pero la resistencia opuesta por sus opositores dentro de esa empresa multinacional que es el Vaticano, dejó en intentos su iniciativa.
Por lo tanto, respecto a la infancia, a la que la Iglesia católica captura desde la pila bautismal y nunca consideró a los niños sujetos de derecho sino objetos de abuso emocional in totum, y sexual según la cantidad de abusadores que haya en cada país, menos hará el Vaticano.
Sin ley. El presidente de la Conferencia Episcopal francesa, Eric de Moulins-Beaufort, evidenció cómo funciona el proceder eclesiástico de encubrimiento: «el secreto de confesión está por encima de la ley».
No le hace mella la rápida respuesta del Estado francés, a través del ministro del Interior Gérald Darmanin, de que «no hay ninguna ley superior» a las leyes del país y que todo religioso que sepa de un «crimen» contra un niño tiene la obligación de denunciarlo ante la justicia y no escudarse en el secreto de confesión. No va a pasar eso.
¿Por qué se inventó la confesión? Una red de espionaje universal que hurgaba desde los gobiernos de los Estados nacientes hasta la máxima a intimidad hogareña. Diseñada por el Vaticano que entonces encabezaba un imperio totalitario, para contrarrestar en primera instancia las llamadas herejías de la época, controlar hasta el mínimo detalle la vida personal de la cristiandad y anticiparse a los movimientos contestatarios al dominio papal.
Entre 1198 y 1216, Inocencio III impulsó la Inquisición pontificia otro instrumento de control y represión contra cualquier intento de no cumplir el dogma romano. La actuación de este noble italiano, Lotario di Segni, designado Papa, se caracterizó por generar la mayor cantidad de muertes y asesinatos en las tres cruzadas que organizó contra los albigenses, contra los «infieles» y la de los niños. Es conocida su carta al emperador griego en la que se vanagloriaba de haber sido favorecido por «el justo juicio de Dios» castigando a quienes se habían negado a entregarle el manto inconsútil de Cristo.
El invento de ese personaje, la confesión personal, y de aquella cultura —también aprovechado a lo largo de la historia por depredadores para violentar moral y sexualmente a mujeres y menores— es lo que reivindica ocho siglos después el jefe católico francés. Su iglesia ha quedado detenida en el tiempo.
En los últimos 70 años, llegarían a 330. 000 los niños abusados en Francia por sacerdotes, laicos como enseñantes, catequistas o responsables de movimientos juveniles.
No alcanza con difundir. A fines del siglo pasado comenzaron las denuncias contra depredadores sexuales de niños entre 11 y 14 años —los hubo desde los 3 años— en EUA y Australia. Veinte años después, las disculpas del Vaticano son similares a las dadas a conocer durante lo que va del siglo XXI, aunque Roma desde 1962 supo fehacientemente de esos hechos mediante un texto redactado por un arzobispo.
¿Alcanza con difundir un delito que se reitera en Alemania, Argentina, Australia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, España, Francia, Irlanda, México, Uruguay —sin llegar a agotar los países—, ¿para disuadir a los depredadores? Es claro que no. Pues según palabras del Jean Marc- Sauvé, director de la investigación sobre los delitos cometidos contra niños por sacerdotes franceses, los abusos «siguen dándose en el presente».
¿Qué es lo nuevo en el informe francés? Que fueron mujeres, o sea sociedad civil, quienes alertaron sobre el crimen. «Nos dimos cuenta de que eran las mujeres las que pensaban en estos temas, las que empujaban a los obispos a actuar», sostiene Sauvé, vicepresidente del Consejo de Estado de Francia, católico él, quien dirigió la investigación a petición de la Conferencia Episcopal Francesa. Destacó el protagonismo femenino en las denuncias sobre los abusos contra la infancia.
Quizás el camino para hacer algo efectivo contra este flagelo que se ensaña con los que no tienen voz sea el iniciado por las francesas. Que sea la sociedad civil de cada país que exija a sus respectivos gobiernos una acción eficaz contra quienes desconocen la Convención de los Derecho del Niño (1989) que expresamente prohíbe el abuso mental de los menores, y cuando más, cualquier tipo de abuso físico o sexual [Arts. 13,14, 34 y 36].
Seguir esperando una medida concreta desde el Estado es no entender que existe —sobre todo en Latinoamérica un entramado secular entre Estados y religiones que lleva a los políticos de cualquier signo ideológico a mirar con un ojo las demandas urgentes de la sociedad y con otro ojo las urnas: los votos religiosos pesan mucho como para ser enérgicos respecto a las concesiones y privilegios que datan desde la colonia. Aunque también debe consignarse que en varios casos la justicia de diferentes países latinoamericanos ha actuado.
Asumirlo como sociedad. Echarle a la culpa de esa lacra que es el abuso sexual sobre niños solamente a la iglesia católica, es buscar un chivo expiatorio que libre de responsabilidades a la sociedad civil. Esta debe asumir su deber ineludible sobre sus hijos y actuar en defensa de ellos. No seguir escondiendo a cabeza en la arena mientras miles de niños siguen siendo víctimas, —no solamente en los ámbitos religioso, también en las mejores familias heterosexuales—, víctimas de una cultura permisiva para con el sufrimiento de quienes no votan.
Una idea del desamparo infantil latinoamericano lo tenemos en que luego de 18 años de impunidad en caso de Paola Guzmán [*] la Corte interamericana de DH (CIDH) propone estándares de protección y por ese caso condenó a Ecuador a «Adoptar acciones adecuadas para prevenir violaciones a derechos humanos como la violencia sexual, asegurando la educación sexual y reproductiva a niñas, niños y adolescentes pues solo de esa manera podrán identificar y denunciar esos riesgos».
[*] “Paola era una niña ecuatoriana acosada y abusada sexualmente por Bolívar Espín, el vicerrector del plantel al que asistía. La Corte IDH dio por probado que Paola vivió una situación continuada de abuso y violencia sexual por parte de un agente estatal que le generó un grave sufrimiento lo que le llevó a intentar suicidarse. Las autoridades educativas la dejaron morir pues, aunque se enteraron a tiempo para salvarla, decidieron no llevarla a un hospital ni avisarle a su familia”.