Tres largos siglos tardó la iglesia católica, apostólica y romana en admitir los despropósitos y mayúsculos yerros cometidos contra Galileo Galilei, quien fuera enjuiciado en el siglo XVI por el tenebroso Santo Oficio, ni más ni menos que la Santa Inquisición (esa que asesinaba con sadismo y alevosía a quien no aceptaba sus designios u osaba ponerlos en discusión), por el pecado de haber enunciado estudiosamente que la tierra giraba en torno al sol. Juan Pablo II, el ahora “santo Papa”, se disculpó rehabilitando a Galileo, al tiempo que absolvió con discernimientos sibilinos a la Inquisición.
Los pensadores de la época de Galileo, a pesar de un entorno renacentista que clamaba Ciencia, Razón y Predominancia del ser humano, estaban aún enjaulados dentro de preceptos y despotismos eclesiales que los conminaba a avanzar cautelosamente en sus ideas; las expresaban temerosamente con grandes matices, eufemismos y explicaciones que no se prestaran a ser tildados de contradictores de la “palabra divina”; hacerlo de manera desprevenida y directa sería enfrentarse a la herejía y por ende a la tiranía de la Inquisición y así encaminarse certeramente a la hoguera.
Sentires que suenan ahora desmodados; pero a desengañarse: la pira inquisitorial continúa viva y ardiente, sólo ha cambiado su incandescencia; el fuego ha sido reemplazado por el escarnio público y la descalificación. ¿Se podría, acaso, imaginar actualmente un gobernante, o candidato a serlo, manifestando libremente que es ateo o que pretende establecer un poder completamente laico? Imposible, el ataque de la iglesia lo convertirían en un insignificante sin votos ni gobernabilidad, arguyendo falta de preceptos morales y de arraigamientos celestiales que apoyen su labor. Las brujas chamuscadas de antes.
El actuar de la iglesia católica, y en general de las religiones, ha sido de entorpecer el avance de la ciencia a la que consideran su rival porque desacraliza su divinidad, le hace competencia y horada el pensamiento mágico que es su sostén y patrimonio. Desprovista la naturaleza de misterios y con explicaciones a sus fenómenos naturales poco se necesita de una entelequia creadora y rectora. A la divinidad la ciencia la ha vuelto últimamente aún más inútil porque la física moderna ha comenzado a afirmar/probar que de la nada puede surgir materia: un golpe mortal que acaba con la necesidad de un ente superior eterno y creador.
Los pensadores de antaño, como Giordano Bruno, Copérnico, Galileo, para salvar sus vidas, ocultaban sus ideas, sus escritos, y cuando los publicaban se cuidaban de enmarañarlos con perífrasis que disimulaban la expresión escueta. Buen ejemplo es el filósofo Spinoza, quien maniatado, sin poder desligarse de la divinidad, la eliminó mediante dispersión, la distribuyó entre toda la naturaleza, una disolución que sapientemente llamó panteísmo. Cuánto hubiesen anhelado estos ilustres enmudecidos poder enunciar sin tropiezas su total sentir y cuánto la humanidad hubiese progresado sin tener por obstáculo a la divinidad imaginaria. Convenía, sin embargo, alinearse y congraciarse con el séquito clerical: mera cuestión de supervivencia. Bastante de ello supieron los artistas que tuvieron que dedicar sus dotes a alabar a la deidad a través de sus pinturas, esculturas y obras arquitectónicas.
Galileo perfeccionó el telescopio y con él controvirtió el geocentrismo reinante e imaginado por el griego Tolomeo 14 siglos antes. Es decir, preconizó a partir de observaciones y cálculos que la tierra no era el centro del universo alrededor de la cual giraban todos los astros. Introdujo en su lugar el heliocentrismo, es decir, que el sol es el centro del universo conocido alrededor del cual giran los planetas, incluyendo la tierra. Una idea ya esbozada por el griego Aristarco de Samos y luego afinada por Copérnico.
Un gran descubrimiento y un gran pecado religioso porque impugnaba el gran principio teológico: si dios creó al hombre a su imagen y semejanza, como lo estipula la biblia, es obvio que el lugar en donde este habita habría de ser el más importante del universo, el centro inmóvil, alrededor del cual todo gira. Negar la centralidad de la tierra, hogar del símil de dios, era una herejía, que además atentaba contra algunos desabridos versículos del “incuestionable libro sagrado”. Quienes lo intentaron, como Giordano Bruno, encontraron muerte sádica en la hoguera inquisitorial después de ser sometidos a grandes torturas, en nombre de dios. Giordano Bruno no ha sido rehabilitado, la ignominia sigue vigente, mientras que su verdugo el cardenal Belarmino quien también condenó a Galileo hace figura de gran doctor y santo de la iglesia católica: los designios de dios son inescrutables dirán los empecinados teístas...
Y sigue la iglesia retrasando el rumbo, entrabando la ciencia y el humanismo; baste tomar ejemplos como: la eutanasia, el control de natalidad, la prevención de enfermedades mortales como el Sida mediante el condón, la homosexualidad, el matrimonio igualitario, la igualdad de la mujer frente al hombre, el celibato, por sólo citar pocos casos, a cuya rectificación no alcanzaremos, en el peregrino supuesto de que la iglesia subsista.
Una parte de la población, usualmente la de menos acceso a la educación y/o de tradiciones ancladas que no admiten autocríticas, continúa, como legado de obscurantistas pretéritos, concediendo supremacía moral y dotes de gran intelectualidad al clero; la sotana sigue teniendo esos miramientos, que por supuesto acepta y se arroga como un derivado de la infalibilidad de prédica y pensamiento que obtiene por representación de su Papa. Y en este respeto obtuso y malentendido, los nombran sus mentores espirituales a cambio de psicólogos, filósofos u otros mucho más aptos profesionales. En ese orden de ideas, las familias han confiado sus hijos al clero y este ha abusado de ellos; la supuesta supremacía moral les sirvió de señuelo para atraer inocentes niños e ingenuos padres. Por fortuna ahora este delito de pedofilia –en parte derivado del deplorable celibato, que pocos acatan– está siendo expuesto a la luz pública y las supuestas infalibilidad y moralidad cuestionadas.
Galileo osó separar Biblia y Ciencia, le costó casi la vida, en todo caso la ignominia pública, la vejación, la reclusión: el arma de la infamia en manos del clero que se atribuía, como ahora, superiores facultades morales e intelectuales. Galileo fue forzado a abjurar de sus teorías, bajó la cabeza para salvarla, mientras en voz imperceptible murmuraba pensando en nuestro planeta girador: eppur si muove (y sin embargo se mueve).
A Galileo le debemos el haber trazado los rudimentos del método científico, ese que no se para ni enreda en tradiciones, sino que se asienta en hechos reales, demostrables y que sin dogmatismos está presto a cambiar las premisas enunciadas cuando aparecen otras evidencias comprobadas que explican mejor los fenómenos que nos rodean. Buen derrotero indicó.
La fuerza y actitud laica que corresponde a nuestro ordenamiento constitucional ha de contener las grandes inmisiones de la iglesia en el Estado, como en tiempos de Bruno y Galileo, impidiéndole imponer sus anacrónicos y calamitosos designios.