No sé cómo, ni por qué, pero terminé contagiado por el Covid. La enfermedad me hizo hacer un viaje de inmersión por la humanidad, un golpe que de repente me llevó al corazón mismo de la pandemia, vivida en carne propia, experimentada desde mi corazón y mis sentimientos, sin ningún tipo de privilegios.
Todo fue de pronto y fugaz, como un golpe fulminante, inesperado. Como un disparo de nieve, tal como dice una de las canciones que más me gustan. Después de experimentar los primeros síntomas, como la pérdida relativa de mi oxigenación, me practicaron el examen que dio positivo y enseguida llamamos al servicio de emergencias. Respondieron con prontitud. En menos de media hora llegó un médico que midió mis parámetros de salud. Mi saturación de oxígeno, aunque había bajado, aún era buena al igual que mi presión por lo que el galeno me dio a escoger entre si quedarme en la casa o seguir con él, a la atención hospitalaria.
Confieso que tuve muchas ganas de quedarme, de no partir en esas horas ya oscuras y frías a lo que presumía era el abismo. Pero la preocupación de mi esposa Verónica me hizo tomar la decisión de partir. Allí comenzó mi viaje.
En medio de un idioma extraño, llegué en ambulancia al hospital público Santa María Nuova, en el centro de la ciudad de Florencia. Cuando quise mostrar allí el resultado de mi examen de covid, encontré que habían suspendido mis servicios de telefonía desde Colombia. De pronto llegaba a un hospital sin ningún tipo de comunicación con el exterior y para colmo de males allí, como en todos los hospitales, no había servicio de WiFi. Había quedado completamente incomunicado, solitario frente a la enfermedad y sin noticia alguna de mi familia que había dejado enferma.
Me sentí profundamente solo, anónimo, sin que nadie allí supiera si quiera mi nombre bien deletreado. Estaba completamente en manos de personas extrañas. La soledad me invadió en medio de mi dificultad para respirar. De repente me pasaron a las pruebas y allí detectaron mi neumonía. Pasé la noche sin dormir.
Al otro día encontré a mi compañero de cuarto con quien intenté iniciar alguna conversación a pesar de la distancia de los idiomas. Maximiliano, ese era su nombre, era muy amistoso, más joven que yo y trataba de darme fuerza desde su efusividad italiana.
Pero no hubo mucho tiempo. Sin tener alguna razón del resultado de mis exámenes y después de haberme levantado al otro día, mirando por la ventana los grupos de muchachos y muchachas que caminaban por la calle, debajo de los árboles de Magnolias, cuando el sol y el cielo azul me entregaban una dosis de optimismo, entró una enfermera a decirnos que el hospital estaba lleno y que nos tenían que sacar de allí hacia otro hospital. Se llevaron primero a Maximiliano y sentí su vacío enorme cuando se fué y se despidió tocando mi puño y deseándome la “forza”, que necesitaba. De repente, con su partida, me sentí aun más solo. Ya apagando el sol, llegó la ambulancia por mi y me sacó por entre callejuelas a algún lugar cada vez más retirado, más lejano. Por entre las rendijas de las ventanas de la ambulancia podía ver como se acababan los techos de los edificios de Florencia, como aparecían los arboles sin hojas del invierno, como me alejaba cada vez más de mis seres queridos, hacia un destino lejano, al final de una tarde fría y gris.
Tenía ganas de devolverme, de desdecirme y retornar a mi hogar, de no cruzar el abismo. De escapar de la ambulancia y del sitio a donde me llevaban. De recordar mis años donde, encerrado, buscaba todos los caminos posibles de la huida, del escape.
Llegué al hospital público Santa María Annunziata envuelto en el frío. Los conductores de la ambulancia vestidos estrictamente para protegerse del covid, seguían el protocolo a la perfección. El portero estaba asustado y corría para no estar cerca de mi. Tuvieron entre el portero de seguridad y los tripulantes de la ambulancia un altercado que me hizo sentir aún más solo, indefenso, mientras tiritaba del frio allí en aquel pasillo de la entrada del parqueadero, por la puerta de atrás, completamente cementado de gris y de tristeza. Esa sensación de soledad máxima que me embargaba como si me quisiera abrazar definitivamente con sus tentáculos de amor extraño, corría por mis venas y mi alma y me desesperaba, me dejaba huérfano, íngrimo, solitario en el final de los tiempos.
Estaba muy ofuscado por mi falta de comunicación con todo lo que hasta ahora, me había rodeado; me sentía en manos de un sistema del que solo era un apéndice sin voluntad, sin capacidad de reacción.
Me subieron al quinto piso por un ascensor especializado para enfermos del covid. Y allí entré a la sección de medicina A, sala seis, letto 60, del hospital público. Casi de inmediato ingresé a esa sala, acostado en la camilla, con respiración desde una bala de oxígeno y con una mascarilla parecida a la de las nebulizaciones. Sentí la sala llena de gente. En medio de mi ofuscación y mi soledad, en medio de la burbuja en la que me sentía por la ausencia del sueño de la noche anterior y que me dejaba adormilado mientras ingresaba en aquella sala, vi imágenes que percibí dantescas. Hombres viejos metidos en escafandras de plástico llenas de oxígeno, a través de las cuales, se veían sus rostros desesperados tratando de respirar con muchísima dificultad. Veía sus miradas anhelantes, las enfermeras gritándoles, porque las escafandras no permiten oír. Pude mirar mi alrededor y estaban allí cuatro personas enfermas todas más viejas que yo. Entre las miradas desesperadas y los gritos en italiano de las enfermeras, sentí como si estuviera en una de las salas del viaje de Dante que había leído de niño. El Dante de Florencia que regresaba por su pueblo.
Trataba de cerrar los ojos, de dormir, y no podía. Mire el nombre puesto en la cama de la persona que desesperada trataba de respirar: Paolo de la Terba. Él seguía allí despierto y yo adormecido, conectado a los tubos de las medicinas y del oxígeno, hasta que empezó a gritar quizás hacia la media noche. Las otras personas allí enfermas llamaron las enfermeras. Todas corrían, y al principio no entendía porque gritaban tanto. Se trataban de comunicar con Paolo sin quitarle la escafandra, que era como quitarle todo el oxígeno. Una de ellas ante el dolor que expresaba Paolo, le decía que le había puesto morfina, pero Paolo no se tranquilizaba. Veía su rostro crispado por el dolor, gritaba tenso desde el interior de su escafandra. Su desespero invadía todo su cuerpo, lo tomaba para sí. Gritaba “ayuta, ayuta” y se tocaba los brazos desesperado, quería quitarse la piel, quizás descansar. Como si estuviera viviendo una pesadilla pues no podía cerrar los ojos, ni dormir. Vi el rictus de dolor de aquel hombre detrás de la burbuja de oxígeno, perdido por completo ante el paroxismo del espanto, derrotado profundamente. Sentí que él lo que quería era irse definitivamente, abandonar el esfuerzo, retirarse para siempre hacia donde los vientos ya no vuelven.
En algún momento lo sacaron en la camilla y regresaron con él y en algún otro momento ya no estaba sino su silencio. ¿Por qué ese silencio, después de tantos gritos, de tanto dolor? Pensaba, mientras miraba a las enfermeras mudas, escoger algunos aparatos. Se habían llevado a Paolo y regresaron con la camilla vacía. Comenzaban a recoger las cosas de aquel hombre con el que no pude hablar, cruzar una mirada de apoyo, un abrazo siquiera. Paolo había partido. No se a donde. No se que se hizo en el universo. No se si pensó en sus amores, en las brisas suaves de la toscana, en su vida de hombre del trabajo. No se si sintió que habría valido la pena vivir o si se sintió tan solitario como yo me sentía. Paolo se fue sin mi abrazo. Sin el abrazo del enfermero que vi arrodillado ante él, cuidándolo, limpiando sus heridas de las agujas con esmero, como un hijo diciéndole “amore”. Esa imagen no la olvidaré jamás. El enfermero joven, por fuera de sus obligaciones profesionales brindando amor allí arrodillado frente a Paolo, tratando de soportar al viejo, amoroso como los santos antiguos, como San Francisco de Asís, profundamente humano.
Sentí la enorme fuerza de la humanidad, de la solidaridad, del amor. El enfermero, al que nunca pude preguntar su nombre, al otro día recogió las cosas de Paolo y las puso en una bolsa roja de plástico, borró su nombre de la camilla, definitivamente. Silencioso se sintió derrotado y yo también. Todo había pasado estando yo allí acostado, sin mover un brazo. Me sentí sucio por haberme dejado acobardar, por no haberme parado a abrazar a Paolo. Quizás el calor de mi mano, quizás mi mirada hubieran podido calmarlo, quizás en esa delgada línea que divide la vida de la muerte, un poco de mi energía hubiera podido ponerlo de este lado, quizás por milagro, quizás por amor.
La muerte del covid había llegado y se había paseado frente a mi cama, la vida desatenta como decía Miguel Hernández, la había dejado entrar y pasear por el lado de mi camilla, quizás me miró irónica, desdeñosa y se fue a abrazar al más débil, al más necesitado, al más solo. En esa noche se había llevado a Paolo delante de mí mismo. Me desplomé. Y cuando más ganas tuve de llorar, de desesperarme, recordé mi juventud primera cuando me llevaron a la tortura, cuando entregaron mi cuerpo a la cárcel. Era yo un joven que no había salido en realidad de su casa materna y de su pueblo y de pronto era entregado a la ferocidad de la mayor degradación humana. Recordé la fuerza que nació en ese entonces, dentro de mi, la capacidad de resistencia. El aguante para esperar los días en que sería posible la transformación social. La ilusión del mañana que me permitía resistir la tortura del presente. Y me pregunté, en medio de la ausencia de Paolo, si no había vuelto ese momento. Si 35 años después no se me demandaba de nuevo la resistencia, la capacidad de sobreponerme, si el grito desesperado de Paolo al frente de mi cama, no era también mi grito para no dejarme doblegar.
Así llegó el otro día, la camilla de Paolo se ocupó por un nuevo paciente. Paolo se fue y me dejó una frustración que no olvidaré jamás, unas ganas de revivirlo, de al menos, haber cumplido mi esfuerzo de decirle un adiós, un “forza Paolo” desde lo más profundo de la vida.
Luigi Giusti amanecía en la camilla a mi lado, muy fortalecido. Tenía unos 70 años y su esposa, una señora agraciada y amable, siempre sonriente, estaba en la sala vecina, también enferma. Ella tosía permanentemente y se visitaban. Unas veces Luigi cogía su bala de oxígeno, con su mascarilla y se trasladaba a la sala vecina a abrazar y hablar con su mujer, otras veces era ella la que llegaba. Aquella pareja, quien sabe después de cuántas décadas, se amaba, se abrazaban en medio de la enfermedad. Veía a Luigi hora tras hora mejorar. Hablar por celular durante horas, leer revistas, y siempre, siempre, correr hacia su mujer. Una vez lo oí llorar. Otra vez, cuando murió Paolo delante de nosotros, le vi la mirada triste. Luigi fue quien me prestó su celular sin entender muy bien que le decía, me permitió comunicarme con Verónica y salir del pozo de mi soledad. Pude allí a través del primer contacto con Vero y con mi hija, recibir la bocanada de oxígeno más importante, sus voces eran como un paño de bálsamo en medio del dolor, un respiro poderoso. Desde allí pude restablecer la conexión del roaming suspendido desde Colombia y así me reconecté con el mundo que seguía allá en la Colombia lejana, sin saber ella, de mi travesía.
Luigi me mostró la otra cara de la enfermedad, la del amor. Un día llegó su esposa y dijo que estaba negativa, la felicite y ella sonrió. Luigi me dijo que era un gran suceso. El evolucionaba tan favorablemente como yo, nos quitaban al mismo tiempo las ayudas de oxígeno que disminuían en sus especificaciones, hasta que nos la retiraron a los dos definitivamente. Ambos sabíamos que éramos afortunados y me lo dijo en un instante donde miro a la camilla aun vacía de Paolo. Nuestros organismos estaban dominando la enfermedad y habían reparado los pulmones. A Luigi con su esposa ya curada, le dijeron que se iba para su casa y lo vi partir. Sentí tristeza ante su partida. Se iban mis compañeros de un combate. Mi unidad de resistencia.
Luigi fue el amor. Su llanto quizás no era más que un presagio falso que lo llevaba a pensar en la separación definitiva, de su compañera, de su amor. Acostado allí en la cama, pensaba como sería la juventud de Luigi, cuando conoció a su esposa, quizás una adolescente italiana, en los días de sol en los campos de Toscana. Quizás en su colegio de secundaria mientras la invitaba a un helado a la salida de clases. Quizás la conoció bajo la caricia del viento a través de los cipreses y de los naranjales. El vino quizás los convocó al amor en una noche loca y cálida de verano, quizás esos recuerdos embargaban a Luigi y lo hacían llorar. Pero su resistencia le permitió salir con su mujer de la mano y coger la ambulancia que lo regresaría a su lugar, a sus problemas, a su vida de mano de su sueño.
Y allí me quede con el último compañero de mi viaje, mientras nuevas personas, siempre de edad, llegaban a ocupar las camas vacías. Era Mario Masini.
Mario tenía 76 años. Por alguna razón que desconozco, todo el personal del hospital estaba pendiente de él. Le mandaban besos, le escribían notas que mostraban por la ventana. El siempre respondía con una sonrisa dulce y tranquila. A Mario lo metieron en una escafandra como la de Paolo, de color amarillo. Se notaba que estaba grave y tosía permanentemente. Sin embargo, él, que había visto morir también a Paolo encerrado en esa misma escafandra que ahora él tenía, se mantenía tranquilo. Firme. Sonriente. Seguro era un trabajador del hospital. Y de ahí la solidaridad que despertaba. Todas las mañanas, lo primero que hacia era mirarlo, allí sentado en su camilla, respirando y tosiendo. Le sonreía, le decía ”Forza”, le mostraba mi dedo pulgar hacia arriba y él me respondía siempre con su sonrisa dulce. Fuimos construyendo una relación de hermanos, de padre e hijo, sin hablarnos. El se apoyaba en mi mirada. Yo sentía que el amor que el enfermero había desplegado arrodillado frente a Paolo, lo sentía yo por Mario. Que no quería que muriera, sentía que la energía de mis brazos podrían darle la energía que él necesitaba.
Sentí el amor fraterno de la solidaridad humana. Recordando siempre mis años de juventud en la cárcel, me dije a mi mismo, que ya mi papel, en ese instante, no era el de las grandes manifestaciones y entrevistas, del estudio frío de las estadísticas, del dirigir permanente hacia el cambio a una sociedad. Que mi papel como revolucionario en esos días de mi viaje por el covid, era mirar a mis compañeros de camilla, soportarlos, ayudarlos, sonreírles, darles la fuerza de la vida. Amarlos como seres humanos que quizás, nunca volvería a ver, pero que se habían cruzado, sin quererlo, en uno de los peores combates para luchar juntos. Para ser compañeros de una batalla, la gran batalla por la vida. Mario era mi objetivo, y por nada del mundo quería que le pasara lo de Paolo. Me paré varias veces a sentarme en su camilla, cuando no tenía la escafandra le acariciaba el pelo y la mejilla, toqué sus manos y se las estreché. Me concentre en mi propia energía vital para trasladársela. Él, permanecía allí, con su sonrisa eterna, su tranquilidad pasmosa, su dulzura. Respondía con su mirada mi mirada, sentía que me agradecía. Que me gritaba desde su corazón silencioso que estaba firme, que daría la batalla conmigo, que aún, allí afuera, le esperaban. Que había cosas que hacer. Que la vida no había terminado para él.
Un día me dijeron que me iba. Ya respiraba por mi mismo y todos los indicadores eran favorables. La neumonía se había retirado. Espere largas horas impaciente, iba a un baño desde el cual podía ver las nubes, el cielo azul y los campos. Cuando llegó el conductor de la ambulancia, después de horas de espera acuciantes, lo primero que hice fue sentarme al lado del Mario. Me daba tristeza dejarlo. Me sentía irresponsable. Quería acompañarlo hasta su restablecimiento, porque estaba seguro que un resistente como él, no moriría por el covid. Quería cumplir mi papel de hombre solidario, de hermano en la lucha. Y me costó separarme de su sonrisa. Dejarlo. Mi viaje en ese hospital publico había terminado.
Hoy aun con la enfermedad pienso en esos días dantescos, de amor y de solidaridad. Pienso en mis sentimientos reavivados. Creo que esa experiencia tenia que vivirla desde el corazón mismo de la enfermedad, donde pocos la ven. Si me preguntan que experiencia saque de esos días, diría que redescubrí la enorme fuerza de la solidaridad y del amor humano. Ante esos ancianos, que sentía como partisanos de la resistencia humana, comprendí esa gran fuerza de la humanidad. La que ha permitido superar todas las pestes, las que ha permitido superar los fascismos y las guerras fratricidas, la gran experiencia humana solidaria, que nos hace seres sociales y amantes y sobre la que descansa el destino de nuestra especie.
Todas las ideas de la competencia, del mercado, de las codicias, desaparecieron de pronto, allí en esa sala ante el empuje de enfermeras y enfermeros, de enfermos viejos aferrados a la vida, de su amor mutuo entre extraños, preparados para resistir. Sabedores todos que éramos luchadores, que pasábamos por el campo de batalla, que no solo dependíamos de nosotros y nuestros organismos, sino de los demás.
Adiós, Mario Masini, adiós Luigi Giusti, adiós Paolo de la Terba, desde aquí, lejos, espero que hayan vivido y puedan volver a recorrer los campos de manzanas y oler el mar Mediterráneo y hundir las manos en la tierra de una de las cunas de la civilización humana. Que las arancias dulces de Sicilia lleguen a sus mesas y el dulce vino para un brindis por la vida. Desde allí, desde los siglos de tanta cultura construida, del pueblo de Dante, de Petrarca, de Leonardo y de Miguel Angel, de mi amigo Sandro Botticelli al que acompañé en un día de tristeza junto a su tumba, de Franco Zeffirelli el director católico de cine artístico que veía desde mi niñez y al que encontré en su capilla mortuoria en los altos de Florencia, desde el pueblo de Antonio Gramsci, y las ligas campesinas y las sociedades obreras y la utopía soñada, quizás sigan sonriendo dulces y tranquilos, como los sobrevivientes de una guerra en la que luchamos juntos.
Por: Gustavo Petro*
Este texto fue publicado originalmente en el portal www.cuartodehora.com