El pasado, lejos de ser un territorio abandonado, es un territorio habitado, un jardín frondoso donde crecen las raíces de nuestro presente. Creemos, con una ingenuidad casi infantil, que podemos simplemente archivarlo, despedirlo con un gesto de la mano.
Pero el pasado, como una sombra persistente, se extiende a través de nuestras vidas, tejiendo los hilos invisibles de nuestro ser. José Saramago, en su aguda observación "el pasado no pasa nunca," apunta a una verdad fundamental, a menudo ignorada: nuestra existencia es una constante negociación con la herencia del ayer. Es decir es falso que el pasado pasado esta. Es una compleja interacción donde el pasado informa y constituye el presente.
Grecia clásica, cuna de la filosofía occidental la democracia moderna, con sus imperfecciones y sus glorias, es una heredera directa de las asambleas atenienses. Su legado, a pesar del paso de los siglos, persiste y moldea nuestras instituciones políticas.
En el campo científico, la acumulación de conocimiento es la norma, no la excepción. Isaac Newton, en sus *Principia Mathematica*, no niega el trabajo de Galileo Galilei o Johannes Kepler; más bien, lo integra y lo extiende, construyendo sobre cimientos previamente establecidos. El progreso científico no es una ruptura lineal, sino un proceso dialéctico, donde cada descubrimiento o teoría se sitúa en un contexto histórico y se relaciona con los avances y limitaciones de sus predecesores.
El desarrollo de la física cuántica, por ejemplo, no surgió de la nada. Fue el resultado de décadas, incluso siglos, de investigaciones, de aciertos y errores, de debates apasionados entre mentes brillantes. Newton, Einstein, Planck: cada uno construyó sobre los cimientos dejados por sus predecesores, modificándolos, desafiándolos, pero nunca negando su importancia. Sus trabajos no nacieron al vacío, sino inmersos en un pasado complejo que les dio forma. Thomas Kuhn, en *La estructura de las revoluciones científicas*, desarrolla esta idea mostrando cómo los "paradigmas" científicos se reemplazan, pero no sin dejar una huella imborrable en el cuerpo del conocimiento.
El impresionismo no surgió espontáneamente. Fue el resultado de un proceso gradual de ruptura con las convenciones académicas, pero al mismo tiempo, una reelaboración de técnicas y perspectivas preexistentes. Claude Monet, Edgar Degas y Camille Pissarro no ignoraron a sus predecesores; más bien, se rebelaron contra ciertas limitaciones mientras construían sobre otras. La historia del arte, como la historia de la ciencia, es un testimonio de esta continua conversación con el pasado.
No somos seres aislados, nacidos en el vacío. Somos el producto de nuestra historia personal, de las relaciones que hemos tejido, de las experiencias que hemos vivido. Nuestros recuerdos, sean alegres o dolorosos, modelan nuestra perspectiva del mundo, condicionan nuestras decisiones y determinan, en gran medida, quienes somos.
Cada cicatriz, cada lección aprendida, cada momento de alegría o tristeza, contribuyen a la rica complejidad de nuestro yo. Nuestra identidad no es estática; es un proceso en constante construcción del pasado, moldeado por las experiencias, los recuerdos, las relaciones y las pérdidas que conforman nuestra trayectoria. La psicología moderna, particularmente la obra de autores como Sigmund Freud, destaca la influencia del inconsciente, poblado por experiencias infantiles y traumas que siguen dando forma a nuestra conducta y percepción del mundo.
El pasado no es un territorio que podamos abandonar. El pasado no simplemente "está", el pasado es. Está tejido en nuestro ser, impulsando nuestro presente y moldeando nuestro futuro. Negarlo es negar una parte de lo que somos, es intentar arrancar las raíces de un árbol que espera crecer y dar frutos.