Las cosas para Thomas Geoffrey Fowler en el verano de 1959 no pintaban bien. La novela sobre un judío agiotista que torturaba a sus deudores con látigo y hierros ardientes no terminaba de cuajar, los nazis no se levantarían de sus tumbas para conquistar el mundo y Kevin, su hijo recién nacido, había nacido con una leve aflicción pulmonar.
En South Orange, la pequeña población al este de Nueva Jersey en donde vivía, Thomas no tenía muchos amigos. Su costumbre de arreglarse el bigote como su ídolo Adolfo Hitler, su afición por coleccionar uniformes S.S, esvásticas y retratos del Fuhrer, despertaba los peores comentarios. Además, Fowler era un hombre salvaje: los desgarradores gritos de Kathleen Spacey, su esposa, cuando era sometida a una larga sesión de correazos y puños en la cara, espantaba a los vecinos.
Kevin, a sus dos años, recibiría por primera vez la cólera de su padre. Thomas, después de desocupar el litro de whisky que se tomaba al día, descubrió que en el ejemplar de lujo que tenía de Mi lucha su hijo había garrapateado sus primeras letras. Sólo la intervención de Kathleen salvó de los correazos al niño.
Cuando el futuro Frank Underwood se trasladó con su familia a Los Ángeles, los problemas con el alcohol y la agresividad de su padre se habían exacerbado. En la radio, el ya adolescente Kevin Fowler atenuaba la amargura de ser violado por su padre escuchando las canciones de Lou Reed. Un día de 1976, a sus 17 años, dejó la casa y nunca más volvió. Se fue a Nueva York a estudiar en la Julliard, se arrancó el apellido paterno y se puso el Spacey, lavó platos y le salieron ampollas en los pies de tanto recorrer la ciudad para presentarse a castings en donde era rechazado impunemente. Después aparecería Shakespeare, Londres, Los sospechosos de siempre, un Oscar y por supuesto Frank Underwood.
Cuando el manipulador presidente de los Estados Unidos de América mea sobre la tumba de su padre, es el propio Kevin Spacey vengándose del hombre que lo golpeó y violó hasta el hartazgo cuando apenas era un adolescente, lo que pudo generar el carácter huraño y la obsesión por no dejar que un solo rayo de luz penetre sobre su vida privada.
La privacidad del actor más popular de la televisión norteamericana es uno de los secretos mejor guardados del país. Los tabloides amarillistas pagarían lo que fuera por la prueba que demostrara su homosexualidad. Cada vez que le da la gana juega con el entrevistador de turno haciendo un rodeo interminable después de escuchar, por enésima vez, la absurda pegunta: “Señor Spacey, usted es gay”.
Amigo íntimo de Bill Clinton, único personaje por el que es capaz de ir a desayunar con un multimillonario con tal de que firme cheques para su fundación, Kevin Spacey, con el estreno de la cuarta temporada de House of cards, es el actor del momento. Sin embargo, lejos de sentirse feliz-en las escasas entrevistas que ha dado ha dicho que sólo los tontos y los mediocres pueden alcanzar la felicidad- Kevin lleva en la espalda el pesado fantasma de su padre nazi.