El colombiano hambriento, encerrado y desesperado. El colombiano desfavorecido, casi olvidado. El colombiano que sufre mala fama internacional. Un trapo de color rojo ha sido puesto en las ventanas. Representa desesperanza y necesidad de ayuda de víveres. Es un símbolo del que en alta mar se ahoga, semejante a las bengalas de auxilio cuando un navío se hunde a cientos de millas náuticas de recibir ayuda. Un trapo rojo es exclamación silenciosa del que no puede proveer para sí mismo y para su familia; lo han puesto en la costa y en la capital, lo hacen manizaleños en San Sebastián, en sectores de la comuna Cumanday y otros barrios fuertemente golpeados por el aislamiento.
Cada uno de esos trapos en la ventana tiene una historia melancólica que quizás nadie llegue a conocer, relatos llenos de obligación y soledad que se resumen en presencia de una insignia visible para los buenos samaritanos que han de detenerse a auxiliar en lo que dure la pandemia. Estos samaritanos que piensan en adoptar una familia proveyéndoles de artículos y comestibles que mitiguen su desamparo; que no pensarán despectivamente de los necesitados ni liberarán prejuicios en contra de aquellas personas que viven el infortunio de no tener trabajo ni un recurso del qué depender para aliviar sus cargas.
Ese trapo rojo simboliza el mal que horroriza. Injusticia social, vulnerabilidad; pero también optimismo y solidaridad. Es la señal de confianza en alguien que se conmueve por la tragedia humana. Ese trapo rojo es valentía. Es sobrevivencia y acción. Es la gota que golpea la roca. Resistencia y sacrificio, aflicción. Es condición humana. El testimonio de los que a punto de claudicar se afanan. Ojalá pudiera impregnarse en la memoria para que los sobrevivientes comprendan que somos hermanos sin temor a expresarlo, por ello, ese trapo deja de ser vergüenza para tornarse invitación de ayuda. El trapo rojo espera el auxilio, no el silencio cómplice ni la ignoración gubernamental.
Lo que hay delante de nuestros ojos son fachadas con un trapo que dice: aquí vivimos seres humanos, que, por infortunios comunes a todo el mundo, estamos padeciendo hambre e incluso enfermedad. No es el repudio comunitario nuestra bandera, sino la búsqueda de un alivio para nuestras necesidades básicas por amor a la vida. No estamos derrotados, nuestra pena transitoria nos obliga a creer que habrá un mañana en el que podamos volver a trabajar por nosotros mismos. Cuando ese día llegue esperamos agradecer con actos de bondad aquello que su mano caritativa no se guarda con egoísmo. Así que gracias por no seguir de largo ante las manifestaciones urbanas de la tragedia.
Ahora el país se entrega a medidas preventivas que bien pueden ser cumplidas por la clase media y alta, pero no por una gran parte de ciudadanos pertenecientes a las clases populares; sin ese alimento, el sistema inmunológico jamás podrá hacer frente al ataque del COVID-19 ni a cualquier otra enfermedad mortal, y con un incremento en el índice de contagios ninguno de los hoy presentes podremos respirar en paz. Este es el momento de dar, de entender el lenguaje simbólico de un trapo rojo que nos interpela desde las ventanas llamándonos a la acción humanitaria, a solidarizarnos con el vecino, el amigo o el conocido. Nos detiene en medio de la preocupación por nosotros mismos, obligándonos a hondear el pañuelo del altruismo y la filantropía.
Ese trapo rojo es una invitación a no sentir lástima por aquellos que hablan en el silencio, sino paz por el deber cumplido; deber de fraternidad como acto caritativo para la conservación sensata de todos y de uno mismo.