Nací el 27 de marzo de 1986. Eran épocas convulsas. Unos meses antes el M-19 se había tomado el Palacio de Justicia iniciando un proceso doloroso que aún mantiene heridas abiertas. Días después del desastre del Palacio, el Nevado del Ruiz arreciaba sobre Armero. Decenas de miles de muertos. Siempre me he preguntado cómo habrá sido para mi mamá tener a su primer hijo en el vientre en un país que parecía inviable. Ella tenía 29 años. ¿Tendría entonces esa misma sensación que hoy, a la distancia, parece de inviabilidad? O, ¿la lucha por tener a su hijo y asegurarle algún futuro nublaba, o aclaraba, su mente haciéndole pensar que el mundo podía ser mejor, que no todo se iba a derrumbar?
Esas preguntas han vuelto con otra perspectiva en los últimos días. Siempre he pensado que las personas se definen en muy buena parte por las preguntas que se hacen. Cambian las formas, pero es relativamente sencillo encontrar regularidades en las dudas que cada uno tiene a lo largo de la vida. Vuelven las preguntas sobre el embarazo de mi mamá, con una nueva perspectiva, porque en unos pocos meses nace Elena, mi primera hija.
Hace unos días, el ELN masacró a 21 personas en la Escuela General Santander. Y, sin pensarlo, mi primera reacción fue simple: pensar en cómo sería la infancia de Elena en un país que no ha resuelto sus bombas. A mi no me pasó nada pero el cadete Luis Mosquera no corrió la misma suerte, lo mataron. Como yo, iba a ser papá este año. Su bebé nacerá huérfano. Es Elena, desde ya, una privilegiada en un país injusto.
Además de la bomba, ha temblado inusualmente en estos días. De nuevo, en el último temblor, el bendito instinto que revela mi cerebro resulta de millones de años de evolución de ancestros luchando por sobrevivir: inmediatamente, la pregunta, ¿en dónde están Elena y su mamá? Y, pasado el instinto que es fugaz, me siento ridículo. Están bien porque el temblor fue suave. Me acuerdo de mi mamá, otra vez, que nos contaba que los 31 de agosto de su infancia los pasaban durmiendo arrumados en la sala porque el padre Francisco Margallo dijo en 1827, después de un robo a su capilla, que “El 31 de agosto de un año que no diré, sucesivos terremotos destruirán Santa Fe”. El 31 de agosto de este año, Elena tendrá unos 4 meses y espero que el instinto permita que duerma tranquilamente en su cuna.
¿Qué tanto ha cambiado este país desde que mi mamá
me cargaba en su vientre hace 32 años
y ahora que veo a Paulina llevar a Elena en el suyo?
Al final, la pregunta que más me interesa es, ¿qué tanto ha cambiado este país desde que mi mamá me cargaba en su vientre hace 32 años y ahora que veo a Paulina llevar a Elena en el suyo? La tentación constante de buscar analogías me ha llevado pensar que las bombas que no se van, que destruyeron el Palacio y la Escuela, y la naturaleza que se mueve, del Nevado a los temblores, anuncian que poco ha cambiado, que Colombia siempre se va a mover entre su violencia y su naturaleza feroz.
Pero, sé bien, es una analogía fácil y superficial. Muy propia de estas épocas que tienen el Twitter marcando el ritmo de la “opinión”. La complejidad es más difícil de narrar, la catástrofe y el dolor siempre parecidos e inmediatos hacen parecer quijotesca la búsqueda del progreso y de la esperanza.
Encuentro, sin embargo, esas razones de la esperanza. Me motiva buscar esas razones. En la Colombia de Elena ya no hay Farc armadas y ese es un gran avance. No hay ninguna lectura objetiva que refute que el fin del conflicto con las Farc parte la historia de este país en dos, para bien. En la Colombia de Elena, millones de colombianos salieron a las calles a defender la educación pública como el gran proyecto nacional que nos permitirá encontrarle algún sentido al futuro de la nación soñada e imaginada. En la Colombia de Elena un grupo de activistas le planta cara con firmeza y creatividad al fiscal general de la Nación a todas luces impedido para llevar a su cabo labor. En la Colombia de Elena empieza a cuajarse una etapa más desarrollada de la democracia con una izquierda democrática en el poder en varias regiones y cerca de la Presidencia y un sector importante de la derecha que firmemente rompe con los lazos paramilitares que tanto poder le han dado desde esa década de los 80. Independiente de esos dos sectores, un sector amplio de la población encuentra su representación en principios distintos a los que definen el eje derecha e izquierda.
La desigualdad cede muy poco, la corrupción parece estar en su peor momento, el tráfico de la droga sigue siendo un eje fundamental de nuestro día a día, no soy ingenuo. En esos problemas estructurales, también encuentro razones para sentir optimismo por Elena. Hay mucho trabajo por hacer.
Tantos años escuchando a mis papás hablar de soñar con un mejor país para sus hijos. Encontrarme ahora, a punto de ser papá, pensando cómo aportar para dejarle un mejor país a mi hija.
Nos repetimos, y no tanto, al fin y al cabo.