El Espectador publicó el domingo 25 de marzo un artículo sobre el diálogo que se establece en la obra de Gustavo Zalamea como eje de la Colección Chahabar.
Esta es mi opinión sobre una de sus series. El tema de la cuidad en la obra de arte se plantea desde múltiples puntos de vista. Sin duda La Plaza de Bolívar es uno de sus lugares cuando Zalamea piensa en términos sociales y políticos. En este territorio, Zalamea hace una investigación plástica sobre los acontecimientos y su realidad. Es el lugar donde suceden las catástrofes. Aldo Rossi en su ensayo sobre la Arquitectura de las ciudades anota: “La ciudad y la región se convierten en una cosa humana porque son un inmenso depósito de fatigas. Son obras de las manos, pero en cuanto a Patria artificial y cosa construida puede atestiguar valores. Son permanencia y memoria. La ciudad es su historia”.
Por otro lado, Camus en su ensayo sobre el Artista y su Tiempo anota sobre el compromiso con la realidad: “En el momento mismo en que el artista se decide a compartir la suerte de todos, afirma al individuo que él es. Y no podrá salirse de esa ambigüedad. El artista toma de la historia lo que puede ver de ella él mismo o sufrir él mismo, directa o indirectamente, es decir, la actualidad en el sentido estricto de la palabra… Nosotros los escritores del siglo XX, ya no estaremos nunca solos. Debemos saber por el contrario que no podemos evadirnos de la miseria común y que nuestra única justificación, si es que tenemos alguna, es hablar, en la medida de nuestras posibilidades, por los que no pueden hacerlo. Pero debemos hacerlo, en efecto, por todos aquellos que sufren en este momento, cualquiera sea la grandeza, pasada o futura, de los estados y los partidos. Para el artista no hay verdugos privilegiados”.
La ciudad es uno de los temas concretos en su trabajo. Es referente geográfico, es paisaje de un tiempo, es el protagonista de la tragedia del poder. Desde ese mundo vemos que existe una conciencia que dice y afirma. Es la representación de su posición, es la interpretación de lo que sin duda su fábula. De lo que es capaz de crear el artista para redimir lo irremediable.
El impulso lo lleva a ser también testigo y demuestra en el acto creativo donde la memoria tiene una enorme prioridad. Para él es importante mantener la fuerza de lo propio.
En una temprana época, cuando Zalamea se pintó frente a la ventana del estudio, en realidad muestra su realidad presente y el compromiso del pintor pintando. Primero viene la situación de los múltiples espacios y después, la composición de crónicas y fantasías.
Es verdad que a Zalamea le interesa interpretar la complejidad porque en su lenguaje quiere representar las presencias y ausencias. Se trata de sucesión de historias cotidianas que encadena los días con los tiempos. Los pictóricos, los literarios, los homenajes. Los recuerdos.
Bogotá es una de esas imágenes que hacen parte de un fondo existencial. En la ciudad acontecen esas historias de la geografía, relato social, las instituciones, el sentido colectivo del individuo, los símbolos de poder cuando se trata de la Plaza de Bolívar.
Para una mejor perspectiva, nos podemos refugiar en los términos de la técnica cinematográfica: el zoom y el paneo. Dos de sus movimientos internos que construyen su ritmo. Durante mucho tiempo, en el comienzo de los años 80, en la obra de Zalamea iban apareciendo espacios interiores que se contienen a sí mismos. Durante mucho tiempo, los espacios iban hacia el interior del cuadro. Vino la ciudad desde la ventana, el edificio, la plaza, la montaña. Todos sustantivos. Pero en algunos, el artista pinta un autorretrato, donde él es un objeto pictórico. Se mira desde la espalda mirando la realidad. Se pinta en un espacio que muestra la visión y la razón de su imagen. Plantea la propuesta plástica de una posición de testigo.
Mobby Dick, de Malleville ha sido una de las guías de este destino pictórico. Y a través de este relato, puede pensar en la historia de los hombres que se debaten entre todas las verdades y mentiras posibles en medio del imprevisible mundo del mar y la soledad. Zalamea junta su lucidez sobre la realidad con su capacidad de soñar, imaginar encuentros, y plasmar nuevas ideas.
Zalamea busca que la imaginación del cazador de sueños y tormentas y ballenas se una a esa cruda realidad. Siempre con la brújula del ritmo, con la que comienza y acaba cada travesía.
Zalamea, es como aquel que comienza en la novela pidiendo que lo llamen Ismael, se monta en el barco Nantuket, saca el mapa de navegación para prever la ruta de su mundo creativo. Sí va a la plaza, a la vida, a las puertas del cielo o del infierno. Todo tiene el ritmo de su historia. Transfiere todas sus sensaciones a la tela o al papel. Arma y desarma. Construye y destruye, dibuja y borra, pinta y agota. Sacude el barco de la memoria y hecha andar los sueños.