Ingenuity se alzó de pronto como una libélula de metal ingrávido. Se sostuvo en un inexistente cajón de aire durante unos treinta segundos y luego descendió para posarse sobre un paisaje de desolación; todo ello a 270 millones de kilómetros, lejos de la tierra.
Era el minihelicóptero transportado hasta Marte, el planeta rojo, por el vehículo explorador Perseverance. Una misión que debe servir de base para que los científicos adelanten experimentos sobre la evolución de esa inmensa esfera extraterrestre, en la que con toda seguridad no hay vida, pero en la que quizá la hubo bajo la forma de depósitos de agua, hace algunos millones de años.
En todo caso, el escenario del cráter en el que el pequeño y liviano aparato cumpliera su hazaña era deprimente y sobrecogedor al mismo tiempo. Rocoso, ferroso, de una dureza rojiza, deshabitada, en la extensión de su horizonte próximo. Una imagen de aridez, quizá sin término, después de alguna “prehistórica” hecatombe que le arrebatara el oxígeno a las propias ráfagas de aire, reemplazadas por un estanque infinito de liviana acidez.
Es el paisaje que nadie querría para una existencia que, por supuesto, ya dejaría de serlo. Un paisaje peor aún —muchísimo peor— que el que pudo concebir Ray Bradbury en los ficticios viajes de sus capitanes extraviados, los cuales invariablemente caían con sus naves en aquel planeta sin tiempo.
En esa superficie en la que amartizó de Ingenuity no se ve el más mínimo indicio de vida vegetal o animal; en ella no hay lugar para los ríos o los vientos. Es la extensión aterradora de un planeta que circula muerto, sin nada, sin ningún extraviado que lo piense, sin una memoria que lo registre. Si en algún tiempo inmemorial tuvo algún hilo de vida, la perdió, por causa de los propios desequilibrios cósmicos, debido tal vez a borrascas siderales desconocidas; cosas que en todo caso sucedieron por incontrolables fenómenos naturales.
Con todo, ese es el paisaje en el que debe mirarse la humanidad, como en un espejo del futuro, si continúa caminando sin freno en la dirección de una catástrofe ecológica. De seguir así, arrasará con la fecundidad que ha caracterizado al planeta Tierra. Sin duda, eliminará la fertilidad de sus bosques y secará las fuentes de agua. Con lo cual, alterará sin falta el régimen de los vientos y la formación de las nubes. La consecuencia fatal no habrá de ser otra que una desertificación, invasora y letal.
La causa no sería natural, ajena a las conductas del hombre. Se trataría, por el contrario, de un desorden causado por la acción del ser humano, algo que se traducirá en la desestabilización del planeta, por la forma como se han organizado para vivir y producir las criaturas de este Antropoceno, el más reciente período geológico, en el que ha reinado el Homo sapiens.
El cual, en su fase más reciente, durante apenas los últimos 250 años, ha estructurado los procesos productivos a partir del uso masivo e indiscriminado de los combustibles fósiles, como el carbón y el petróleo, fuentes de energía contaminantes, con las cuales ha levantado la civilización actual.
Y que, por cierto, han ocasionado ese destructivo efecto invernadero, por la producción incontrolada del dióxido de carbono, el CO₂ que, en vez de escapar a la estratosfera y más allá, regresa como un factor de saturación a la atmósfera, recalentando la tierra, en un proceso infernal que no parece detenerse; pues así lo indica el hecho irrefutable de que la última década ha sido en el mundo, la más cálida, desde hace por lo menos varios miles de años.
Es una década contada entre 2010 y 2020, en la que la persistencia del calor se está transformando en una pesadilla, la de que en un periodo de tiempo muy corto se instale en la atmósfera como un hecho irreversible, la elevación de la temperatura en un grado Celsius; variación que seguirá engendrando las tragedias medioambientales, que ya han provocado casi 500.000 muertos en los últimos 20 años.