El 10 de mayo del año 2011, previo a la apertura del Festival de Cannes, el evento de cine más glamuroso del mundo, Eduardo Sánchez, nacido en Medellín-Colombia y venido del barrio Aranjuez, se paseaba en un yate de lujo por el mar Mediterráneo donde era homenajeado y presentado oficialmente como el nuevo Director Artístico y Portavoz de la firma de belleza Jacques Dessanges. Una de las cinco marcas de peluquería más importantes del mundo.
Dentro de los invitados estaban actrices, actores, una veintena de las modelos más famosas del planeta y una docena de periodistas de las prestigiosas revistas Vogue, Marie Claire, Elle, Glamour, Hola, Cosmopolitan y Vanity Fair entre otras. Después de la presentación del colombiano, realizada por el propio Benjamín Dessange, heredero de la marca, vendría el brindis, la música, mucho champagne y la fiesta. Una elegante velada que no podía durar hasta la madrugada porque al día siguiente Eduardo debía comenzar a dirigir toda la colección de Dessange en la alfombra roja de Cannes.
Pero antes de esta escena, Eduardo Sánchez duró nadando 25 años por las aguas de la vida para poder subirse como figura a aquel yate de éxitos y elogios. Mientras los niños de Aranjuez vivían enamorados de un balón de fútbol, Eduardo vivía seducido por el pelo de sus hermanas, de los cortes de las muñecas y de cómo se maquillaba doña Martha, su mamá. Realizó con buenas notas su bachillerato en el Liceo de la Universidad de Antioquía, pero cuando le preguntaban que quería ser en la vida, nunca dudó en responder: peluquero.
Su mamá era su vida. Solo ella sabía todo lo que deseaba su hijo. “Cuando yo tenga mi salón en Europa, mamá. ¡Ay cuando lo tenga! te voy a llevar a conocer todas esas bellas ciudades”, le decía, como quien tira sueños al aire embarcados en globos de colores. Pronto comenzó a rebuscarse la vida para pagarse su propio curso de peluquería. Como el trabajo es honra, no le importó comenzar a levantarse a las tres de la madrugada para preparar tamales y salir a venderlos a los empleados del emblemático edificio Coltejer. Su mamá le enseñó el arte de cocinar, juntos llegaron a hacer una producción de 80 tamales, que por aquella época los vendían a 200 pesos, menos de lo que hoy día vale un pasaje en bus. Así, sigilosamente, comenzó a reunir el dinero para cumplir su meta: entrar a la academia de belleza más sonada que había en la avenida Oriental. Meses más tarde el negocio creció, el joven Eduardo se hizo a un quiosco cerca al Pasaje la Bastilla, donde también comenzó a vender helados. Todo estaba andando bien, había invertido todos sus ahorros en la nueva microempresa, pero un día en un apagón eléctrico se derritieron los sueños, hubo un deshielo de todo lo trabajado. No le importó, volvió empezar, aunque está vez apenas tuvo para pagar un bimestre en la famosa Escuela de Peluquería Mariela.
Las primeras tijeras que tuvo Eduardo fueron de segunda mano, pero eran las mejores del mercado. Se las compró a un amigo que andaba enamorado y vendiendo todo. Unas Jaguar alemanas que lo acompañaron por varios años. Asímismo, adquirió el resto del kit: capa, peines, cepillos, secador y cuchillas. Los dos meses en la escuela le dieron la técnica porque el talento se le venía en sus delicadas manos, en su ADN. Con apenas 19 años y en pleno apogeo del narcotráfico en Medellín, donde la mayoría de chicos querían trabajar junto a Pablo Escobar, Eduardo se negó por completo a tomar el atajo de las armas y el dinero fácil. Con un morral al hombro a finales de 1984, se fue pidiendo trabajo por todas las peluquerías de la calle Sucre.
En el salón más pequeño la dueña le abrió las puertas de ganarse la vida embelleciendo mujeres. Su primera prueba fue peinar a una manicurista. De inmediato lo dejaron de planta. Allí duró dos años, porque el dueño de una peluquería más reconocida en el Centro Comercial El Paso, lo sonsacó ofreciéndole un porcentaje más alto por trabajo. Fueron otros dos años, en los que Eduardo en una alcancía iba ahorrando para hacerse a su propio local. Se le es más infiel a la esposa o al esposo que al peluquero o la peluquera, después de encontrar al idóneo, no se le vuelve a poner la cabeza a nadie más. Así le pasó a Eduardo. Al muchacho le fue creciendo la clientela hasta el punto de fidelizar más de 100 personas que cada mes o cada quince días lo iban a buscar de manera exclusiva.
La competencia que tenían en el segundo piso de aquel centro comercial no pudo mantenerse y dejó libre el local. Con lo guardado, Eduardo pagó tres meses por adelantado de arriendo y se abrió camino solo. Tendencias, se llamó su primer salón. Pasaría el tiempo pero Medellín le iba quedando pequeño. A finales de los años ochenta comenzó una oleada de migrantes y de oportunidades de estudio en otros países. Uno de sus amigos había conseguido una beca en Moscú y en vacaciones le contó las maravillas del primer mundo.
La idea de salir a buscar futuro comenzó a rondar la cabeza de Eduardo Sánchez, pero las posibilidades de ser becario en peluquería eran nulas. Su obsesión por viajar se tomó todas las charlas con su mamá. No había almuerzo donde no tocara el tema de irse. Una mañana su madre le comentó sobre la hija de una amiga suya que vivía en Bruselas, tras un par de cartas y llamadas de contacto, entablaron una amistad. Ya había alguien que lo podía recibir en Europa. Con esa posibilidad, sin miedo a nada, el joven tomó la decisión radical de volar.
Lo primero que hizo fue una rifa de todos los enseres de la peluquería, pero sin las tijeras, una capa y un peine. La lotería cayó y nadie se ganó el premio. Ya tenía unos pesos. En la segunda rifa una amiga se llevó todo. El local y el nombre de la peluquería se lo vendió a su hermano. Con 750 dólares en el bolsillo, que era como tener la plata para una moto último modelo, más el crédito de los pasajes hasta París, metió lo que puso en sus maletas y se fue. Exactamente viajó el 30 de enero de 1990.
No había acabado de desempacar en el pequeño piso de su nueva amiga y ella ya le estaba diciendo que le iba a dar una inducción de tres días para que se moviera solo por la capital de Bélgica. Un par de frases en francés para no dejarse morir de hambre, un viaje en metro para conocer todas las estaciones y no perderse, más los saludos de protocolo para no pasar por grosero, fueron su manual de supervivencia. Su primer trabajo; el de muchos forasteros, labores de limpieza en un edificio. Una semana más tarde, se había corrido la voz de que un peluquero colombiano había llegado a la zona para poner bellas a las latinas que también trabajaban más de 14 horas al día.
Las madrugadas se convirtieron en una buena entrada de dinero. Todos los días por lo menos tenía una cita para cortarle el pelo a venezolanas, ecuatorianas, peruanas, brasileras y hasta jovencitas francesas en los pequeñísimos apartamentos de su edificio, antes de que estas salieran a trabajar. No cumplió tres semanas y ya había conseguido un pequeño cuarto para no ser más una carga de alguien que ya le había servido lo suficiente y de quien siempre ha vivido agradecido. Y cómo no, si la colombiana también lo había ayudado a inscribirse en los cursos gratis de francés en la Universidad de Lovaina. Las tijeras cayeron abiertas, presagio de lo mejor. En aquel curso tan solo le tocaron tres compañeros de Japón, que poco participaban. El colombiano entonces se tomaba las dos horas como suyas con una profesora que cuatro meses más tarde se lo encontró en el metro y le dijo: “Nunca tuve un alumno con tanta capacidad para aprender, no sé si usted es muy bueno o yo soy la mejor profesora de idiomas del mundo”.
Por varios meses su vida no paró: a las cuatro de la mañana cortar pelo por encargo, después limpiar escaleras, al finalizar la tarde estudiar el idioma, al caer la noche otro corte de pelo a domicilio y llegar rendido a dormir. Sacrificios con su vida que no le habían dado pie para caminar por las calles de una de las ciudades más bellas de Europa, ni mucho menos para tomarse una foto instantánea y enviársela a doña Martha para alegrarle la vida. Pero el primer día que tuvo libre y quiso respirar mundo, se encontró en plena Grande-Place de frente con el paraíso hecho salón de belleza; en un escaparate perfecto se avizoraba el nombre de su próxima meta, Jacques Dessanges.
Era principios de 1991 y sin saber que se trataba de uno de las peluquerías más importantes del mundo, Eduardo atravesó las puertas de cristal y con su francés apaisado pidió trabajo. Le dijeron: “¡NO!”. Ese fue el primer “¡NO!” de incontables negativas disfrazadas con eufemismos como: “Es que no tienes papeles”, “Es que la nómina está completa”, “Es que…”, “Es que…”, Es que”. Fueron cinco años en los que, con la paciencia de un monje tibetano, cada mes Eduardo pasaba por Dessange a ver si existía un campo así fuera para lavar pelo. Preguntar no era entrar.
Pronto le hablaron de otra reconocida peluquería en la calle Woluwe-Saint-Lambert, el gigante Le Salon Bleu. Allí llegó, con el carácter del caso solicitó que le dejaran hacer una prueba, peinó a una colombiana que ya trabajaba en el sitio y dejó asombrado al administrador.
—Quedas contratado, ven mañana con tus papeles —Le dijo el representante.
—Hay un problema, aún no tengo permiso de trabajo.
—¿Por qué no lo dijiste cuando entraste?
—Porque usted no preguntó, disculpe por hacerle perder el tiempo, solo busco trabajo —Le dijo el colombiano con su suave voz.
—Averigua en qué te podemos ayudar para que la embajada te permita trabajar con nosotros —Sentenció sin vacilar quien fuera su primer jefe en Europa.
Su primera sorpresa fue el costo de un arreglo de pelo en las altas peluquerías como Bleu, Olivier Dachkin o Dessange. A principios de los noventa, motilarse, como le dicen en Medellín, costaba 40 mil francos belgas, algo así como 80 mil pesos colombianos de le época, eso era como cortarle el pelo a 40 paisas. Ese día supo que la labor de poner bellas a las damas era bien remunerada y reconocida. En Le Salon Bleu duró tres años, de allí le ofrecieron mejores horas y honorarios en la peluquería del reconocido Alain De Nis, donde estuvo otro par de años.
Una mañana de 1996 abrió su ventana, la nieve caía y el ambiente estaba tan oscuro cual pabellón de enfermos. Tomó la decisión de dejar Bruselas, quería quizá buscar trabajo en París, en Milán o donde fuera pero deseaba salir corriendo. Las tijeras volvieron a caer abiertas. Un día antes de partir abrió el periódico y leyó un aviso que rezaba la siguiente frase: “Dessange busca peluquero, colorista y director para nuevo proyecto en España”. Le faltaron pies para salir corriendo a llamar, le dieron una cita con Olivier Salat, el master franquiciador de la marca en toda la región del Benelux. Como nunca le dieron la oportunidad de conocer su arte, Salat que no sabía de todas las veces que Eduardo pidió trabajo en la compañía, lo invitó a que pasara una semana en la escuela de formación para conocer la técnica, la filosofía de la marca, pero más que todo para conocer el trabajo que Eduardo había acreditado por cinco años en los salones por los que ya había pasado.
La conexión fue inmediata. Salat encargó a Eduardo de abrir y administrar el nuevo salón que lanzaron en Puerto Banús, (Marbella-España). Allí empezó a atender clientela internacional; le iba tan bien que el salón cerraba dos horas después de lo habitual, el colombiano ya hablaba perfecto francés, entendía inglés y ni qué decir cuando atendía en español. Duró 11 meses y como la caja registradora arrojaba en cada cierre números sorprendentes recibió una nueva llamada de Salat: el franquiciador le contó que Dessange lanzaría un salón de grandes proporciones en la capital de España y que lo necesitaba allá para que fuera la cabeza del nuevo negocio.
Tamaña sorpresa se encontró Eduardo cuando lo recibieron en la emblemática calle Claudio Coello de Madrid, para mostrarle la nueva sede de Dessange con más de 400 metros cuadrados en espacios. Con tan solo un equipo de cuatro personas abrió el salón, seis meses después no daba abasto y la nómina tuvo que ser reforzada con más del doble del personal. El voz a voz sobre un peluquero colombiano que tenía una técnica única, combinando los rasgos de la cara de las mujeres, la personalidad y la forma de vestir para darles el look adecuado, estalló como una menta en una soda en todos los corrillos de las altas esferas de Madrid.
Pronto comenzaron a llegar los españoles millonarios. A la calle Coello arribó un chico atlético buscando a un latino que había peinado a su esposa. Preguntó si también podía cortarle a hombres. Cuando ya estaba finalizando el corte, cepillando la capa, Eduardo advirtió que la cara del hombre se le hacía familiar:
—Disculpe ¿usted es actor?
—No (risas). Yo juego al fútbol.
—Oh sí, usted juega en el Atleti
—(Risas). No, yo juego en el Real.
—Qué pena. No veo mucho fútbol. ¿Cuál es su nombre?
—Raúl… Raúl González.
Era 1997 y justamente Raúl comenzaba a convertirse en la insignia del equipo merengue. Con tres goles suyos le dio la Supercopa de España y así llegaría una seguidilla de distinciones en su prolífico palmarés: 10 campeonatos nacionales, tres Champions League y goleador histórico del Real Madrid, entre otros. La amistad del colombiano con Raúl se fue acrecentando con los años, al punto que Eduardo Sánchez es el padrino de bautizo de Héctor, uno de los mellizos que Raúl tuvo con su esposa Mamen Sanz, quizá la cliente más fiel del peluquero.
Por aquella puerta de la calle Coello empezarían a entrar toda clase de recomendados: primero los futbolistas Zinedine Zidan, Luis Figo, Guti, Fernando Morientes, el brasilero Kaká y casi media plantilla del Real Madrid. Pero ante todo, sus esposas. Las bellas compañeras de los jugadores no faltaban por lo menos cada quince días en la sala de Eduardo. Le seguiría la realeza española, por ejemplo don Jaime de Marichalar, exesposo de la infanta Helena, se convirtió en un cliente fiel.
En este guión de la vida real no podrían faltar los artistas y las celebridades. De repente una mañana llegó el cantante Prince y le pidió que cerrara por dos días el salón para atenderlo solo a él. Una noche arribó el actor John Malkovich pero no a la peluquería sino a la casa del colombiano, -obvio, Eduardo ya no vive en un piso, ahora tiene una bella casa a las afueras de Madrid-, y le pidió arreglarle la calva, lo tuvo que atender en la cocina para no llenar de pelos de famoso su limpia alfombra. Ni que decir de su cliente y gran amigo Alejandro Amenábar a quien le ha cortado el pelo hasta navegando las costas de Croacia en pleno crucero.
De esta manera también llegaron solicitudes exclusivas. Personas que por su condición en el planeta no pueden caminar los bulevares tranquilamente. La reina Noor de Jordania en una visita a Madrid exigió que le llevaran al mejor peluquero de Europa. Eduardo Sánchez, el recomendado, se encontró con ella en la suite presidencial del Hotel Palace. Ella, de piernas que parecen no tener fin, lo recibió con el protocolo del caso, pasada media hora estaban sentados comiendo frutas y hablando de Medellín, ciudad que la guapísima reina ya había visitado.
La misma exigencia hizo María Teresa de Luxemburgo, y así, otras reinas y princesas de otros palacetes de varios rincones del mundo. Un día, por ejemplo, no paraba de sonar el teléfono de su casa en medio de la madrugada, pero no quiso contestar. Despuntando el alba fue su teléfono personal el que comenzó a vibrar. Eduardo reconoció el número, era de la gerencia de Dessange. Al contestar la secretaria de Benjamín Dessange le contó que la jequesa de Catar lo andaba buscando por cielo y tierra, que tenía parqueado un jet privado en el aeropuerto para llevarlo a sus dominios porque tenía un matrimonio y solo quería que el colombiano la peinara. Eduardo no solo estuvo un día haciendo su trabajo, conectaron tanto que le pidió que se quedara tres días más, además, para realizarle un nuevo look porque estaba cansada de llevar su pelo azabache hasta las caderas. Ella había decidido cortárselo a ras de sus hombros. Fue tanta la comunión entre los dos, que Eduardo la convenció de cortarlo solo hasta la mitad de su espalda, ella quedó fascinada y el tranquilo porque aunque siempre ha sido muy seguro de sí, no quería que lo fuesen a encerrar en una botella por ser el genio que le cortó mal el pelo a la mujer que representa a uno de los emiratos más potentes.
Durante el aniversario número 25 de la prestigiosa revista Marie Claire, la editorial lo celebró con una pomposa fiesta en la embajada de Francia en Madrid. De modo que la directora de belleza de la revista solicitó el servicio del peluquero más renombrado de los últimos tiempos en medio planeta para que peinara a la madrina del evento. Se trataba nada más y nada menos que de uno de los últimos íconos de la moda mundial: la súper modelo Linda Evangelista. “Muy pocos le han tocado la cabeza a Linda, fue LA-MU-JER en los años noventa”, recuerda Fernando, la pareja de Eduardo. En la suite del hotel Villa Magna, la Evangelista no hizo nada más que repetir que conocía al colombiano de toda la vida, aunque aquella tarde era la primera vez que se veían.
Finalizando el año 2010, de nuevo recibió un mensaje de la secretaria de Benjamín Dessange. El CEO de la marca lo quería ver personalmente en Sevilla, durante el lanzamiento de Camille Albane, otra de las líneas de la compañía. El peine no estaba enredado pero era algo serio, por el tono de la llamada. En un elegante jardín bebiendo un aperitivo Dessange le hizo una oferta que 20 años atrás lo hubiera hecho desmayar:
—¿Qué tal estás de tiempo, Eduardo? —Preguntó el heredero de la multinacional.
—Depende para qué. Pero todo marcha bien —Respondió el colombiano.
— ¿Te gustaría ser el director creativo de la marca para todo el mundo? —Le dijo sin titubear y levantando la copa para aceptar el sí.
Los recuerdos volvieron a Eduardo. Las veces empujando aquellas puertas de Jacques Dessanges para pedir trabajo, aunque fuera lavando pelo. Los días que quiso tirar la capa a la nada para devolverse a Colombia. Los fines de semana de trabajo y soledad. Después, los días de gran sol: los nuevos amigos, las gracias de las personalidades que mueven el mundo, el viaje por todo Europa que le cumplió a Martha, su mamá. La sonrisa de ella, viendo a su peluquero viviendo en su propia casa en Madrid y más tarde, viéndolo inaugurar su propio salón como cuando se lo prometió. “Ay mamá cuando yo abra mi peluquería, ay mamá”.
En los dos años y medio siguientes como director creativo mundial para Dessange, Eduardo hizo tres colecciones para todo Europa y Estados Unidos, también se encargó de la codiciada alfombra roja en Cannes, descubrió nuevas modelos y rostros para la compañía, ayudó a lanzar la marca en nuevos mercados, su nombre ocupó los espacios de revistas afamadas y de periódicos como El País de España y Le Fígaro de Francia y la Casa América lo nombró como uno de los 100 latinos.
Finalizando el año 2013, como todos aquellos hombres y mujeres que ya han transitado cientos de veces por el mismo camino y sienten la monotonía de los mismos arboles al lado y lado, Eduardo decidió abrir un nuevo sendero para su vida. Apenas insinuó a los directivos de Dessange que quería abrir su propia peluquería, le propusieron hasta darle el 50 por ciento del salón de la calle Coello. Era algo razonable, se les iba el mejor empleado y cliente que había tenido la marca en España durante los últimos 20 años. La cabeza creativa, el hombre que en el país ibérico le había dado la altura merecida a una compañía que dos décadas atrás apenas si era conocida.
Eduardo no aceptó los ofrecimientos, los agradeció sobremanera, pero su próxima meta ya estaba en pleno. Conversando con varios clientes, estos le aconsejaron que comprara la prima del local. Fueron varias noches en las que hizo cuentas de todo lo que podía costar que le cedieran aquella esquina de la calle Coello. No esperó más y se lo propuso al franquiciador. Llegaron a un acuerdo, de suerte que un cliente que es banquero sin mediar papel alguno le prestó para hacer el negocio. Fueron otro par de días para crear una marca que representara todo lo que era el colombiano. Finalmente pensó que sus clientes y clientas llegaban ahí porque se sentían como en la casa de un gran amigo. Maison Eduardo Sánchez, es el nombre de su propia peluquería en Europa, justo en aquella casa soñada que parece una mansión de príncipes y princesas. No tardó mucho para abrir una franquicia en la calle Marceliano Santa María a pocas cuadras del estadio Santiago Bernabéu.
Eduardo también pensó en aquella familia que dejó en Medellín y ahora tiene a seis hermanos y hermanas -con sus cuñados y cuñadas, sobrinos y sobrinas-trabajando en su propia compañía. Incluso, ha cancelado su asistencia a veladas de la nobleza, lanzamientos de películas y paseos en yates, por quedarse en casa cenando con sus hermanas y su pareja, recordando a su mamá cuando vendían tamales y él le decía con su suave acento paisa: “Ay mamá cuando yo tenga mi salón en Europa, mamá. ¡Ay cuando lo tenga! te voy a llevar a conocer todas esas bellas ciudades”. Y Así se lo cumplió.