Frases como “por algo lo mataron’’, “él o ella se lo buscó’’, “debió ser que lo provocaron’’, “por eso les pasa lo que les pasa’’, “ojalá se muera’’, entre otros, son aquellos violentos y cotidianos estribillos de una sociedad colombiana que infortunadamente lo único que ha podido experimentar en primera o tercera persona es y ha sido la violencia, una que solo este país conoce.
Esa que ha dejado no solo desgraciadamente más de 7 millones de desplazados o más de 200.000 muertos, sino esa que generó una sociedad, como bien dice el libro Manual de funciones para ser un "buen" colombiano, un país de conciencia violenta (2019, cap. 17).
Un país de conciencia violenta no es más que uno en el que su pueblo mal o bien acostumbrado a los rigores e inclemencia de la guerra, optó por naturalizar, normalizar y justificar los hechos en los que se le quita la humanidad, dignidad y vida al otro; es decir, en el que la moral y la ética quedan relegadas por la ignominia, la indiferencia, la aprobación y el aplauso a la violencia.
Mi propósito de reflexionar sobre la sociedad con conciencia violenta a la cual hago parte me llevó a leer hace ya algunos meses un libro de narrativas noticiosas sobre la guerra en Colombia, sobre todo en el momento de la famosa y mal llamada seguridad democrática, denominado Intersticios de la guerra (2017). Este libro nos mostraba cómo esta doctrina o política del gobierno de turno había sido experta en despojar a sus actores o protagonistas de su humanidad, profundizando aún más el país de la conciencia violenta, ese lastre que hasta el día de hoy sigue haciendo de las suyas.
Por ejemplo, este libro mostraba cómo se había convertido el cuerpo del enemigo para el gobierno y las Farc, sobre todo para el primero, en un mero producto, número o residuo de una "guerra justa" en la que la dignidad de este no valía, y solo era objeto de interés para el beneficio, selfie, estrategia, recompensa, aplauso o canje que le pudiese conceder a alguna de las dos partes.
Uno de aquellos hechos o sucesos vergonzantes en los que más se ha podido observar esa deshumanización del ser humano en la guerra ha sido con los mal llamados falsos positivos, un capítulo de esos tantos de la violencia donde los más inocentes, pobres y vulnerables fueron esas víctimas de una guerra perpetua cargada de odios, oscuros intereses y necesaria para que algunos partidos y políticos pueden seguir vigentes y gozando de sus réditos.
Más allá de que hoy a regañadientes de este gobierno de la guerra se esté tratando de seguir implementando, el ya violentado proceso de paz con la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) y la Comisión de la Verdad, lo que queda claro es que la tarea de la paz no solo pasa por unas instituciones, sino que recae urgentemente en tratar de llegar a todos y cada uno de los colombianos, sobre todo a esos que no han desarmado sus corazones. Esos que siguen votando y legitimando los gobiernos y políticos de la guerra. Esos que siguen a favor de hacer trizas la paz. Esos que solo ven en la guerra la salida a su histórico problema. Esos que solo siguen justificando la muerte de los que llaman los “buenos’’ muertos.
Estamos llamados al cambio. Estamos llamados a cambiar la realidad. Estamos llamados a decir basta ya. Estamos llamados a detener la máquina de la guerra. Estamos llamados a decidir en las urnas un nuevo camino. Estamos llamados a buscar una Colombia en la que la única conciencia válida será aquella que respeta la integridad y humanidad de los otros, a pesar de sus diferencias.
“Si seguimos en la política del ojo por ojo, de seguro todo el mundo acabará ciego’’: Gandhi.