Aristóteles, el gran filósofo griego, no se equivocaba cuando dijo que “la menor desviación inicial de la verdad se multiplica después por mil”: tarde o temprano la mentira sale a relucir sin que se la pueda detener. Eso es algo que todo aquel que haya engañado debería inicialmente saber, para que cuando caiga en su propia farsa reconozca, aunque sea para sus adentros, la fuerza contundente de la verdad. Sin embargo, algunos casos recientes, los que aluden a la falsedad de títulos universitarios, nos dicen que no todos aceptan el pantano de su trampa, aunque socialmente todo el mundo sabe que la transparencia no los acompaña. Se mantienen firmes en sus falsas certezas, sin saber que muy pocos, los que no tragan entero, creen en ellas.
Por ejemplo, Enrique Peñalosa, el excalde bogotano, al ser confrontado por la obtención de uno de sus títulos universitarios, manifestó, ante los medios que divulgaron su engaño, que realmente era doctor, por lo tanto se mantuvo en su idea, por más que nadie la crea, de haber cursado correctamente sus estudios en el exterior. Ahora, como si fuera algo normal entre nuestros funcionarios públicos, el senador liberal Julián Bedoya Pulgarín, en una de esas situaciones propias de falsos trámites administrativos, se enfrenta a la anulación de su título de abogado. Como si fuera poco, casi parecido al virus que nos ataca, Alejandro Calderón, el gerente de las Empresas Públicas de Medellín (EPM), tuvo que renunciar a su cargo al no soportar los cuestionamientos sobre los estudios que aparecen en su hoja de vida. Cualquiera que analice los dos casos, siendo muy crítico y severo con sus juicios, entenderá que esto no es nuevo y que hay muchos funcionarios que han comprado sus acreditaciones profesionales.
En el país de la rosca, del chanchullo, de la tranza, en fin, en la Colombia del engaño rampante, se ha perdido la honestidad o el decoro para escalar socialmente: se compran los servicios de funcionarios públicos para acceder a una distinción académica. Así que encontramos a los que pagan, sin mayor vergüenza alguna, para que les escriban la monografía de grado; o los que, como el senador Bedoya, cuentan con el apoyo del personal administrativo de cualquier universidad para que los ayude a graduarse; esos que creen que al vivir en esta tierra arribista y mentirosa, en la que todo se mueve con plata, es pendejo el que no se hace a un cargo comprando exámenes y garantías que rara vez el honesto aceptaría. Ese es el país que nos tocó: uno en donde pisar al otro, lamentablemente, se ha convertido en ley de vida.
Se hace necesario, si es que se quiere acabar con el engaño mencionado, que las universidades se han más rigurosas e impongan fuertemente sus normas para que los diplomas se los ganen los que de verdad estudian. No se justifica que muchos profesionales, después de haberse endeudado para estudiar, se vean superados por tramposos que acuden a la rosca –también a sus cuentas bancarias– para alcanzar dignidades que nunca procuraron conseguir honestamente. Dijo Thomas Carlyle, el filósofo y catedrático escocés, “hazte un hombre honrado y entonces estarás seguro de que hay un pillo menos en el mundo”. Por eso es tarea de la escuela y de la casa enseñar el valor de la honestidad, para así mitigar la corrupción moral que hoy se propaga como vil enfermedad.