El país de cafres que se quiere perpetuar

El país de cafres que se quiere perpetuar

"La grandeza de un país no reside en sus gobernantes sino en sus ciudadanos"

Por: Víctor Hugo Moreno
octubre 07, 2019
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El país de cafres que se quiere perpetuar

Hace apenas unos días los colombianos vimos desconcertados a través de los noticieros cómo un grupo de enardecidos manifestantes, en el fragor de unas protestas que se llevaban a cabo, atacó de manera irracional las oficinas del Icetex en Bogotá.

Casi al mismo tiempo, algunos medios de comunicación denunciaban el bullying al que varios estudiantes han sido sometidos en la Universidad Javeriana de Bogotá por parte de otros compañeros de semestre, tan solo por el hecho de ser becados por el programa “Ser Pilo Paga”. Lo que presupone para los agresores que los becados pertenecen a un nivel socioeconómico inferior y, por tanto, deberían ser objeto de burlas y desprecio. Todo por aspectos tan irrelevantes como la marca de tenis que usan o el barrio en que viven.

Entretanto, muy lejos de allí, en Toronto, Canadá, el conductor de un bus urbano se detiene a las 7 y 30 de la mañana frente a una panadería y, con la mayor tranquilidad del mundo, porque le sobran un par de minutos en su recorrido, se baja a comprar unas donuts y un café. Los 15 pasajeros que transporta esperan dentro del bus sin un atisbo de impaciencia: saben que el conductor representa una autoridad. Dos minutos después sube y reanuda la marcha.

En Edmonton, también en Canadá, una tormenta eléctrica ocasiona que el sistema se semáforos en un sector de la ciudad quede fuera de funcionamiento. No obstante, y pese a que el tráfico es denso, los ciudadanos se auto regulan y fluyen por unos minutos por un sentido de la avenida, luego se detienen y dejan que los que deben cruzar en otro sentido lo hagan también por algunos minutos. De esta manera evitan que se genere un embotellamiento en esta intersección mientras vuelve la luz.

En Calgary, Canadá, un drogadicto que va en el tren urbano pierde los estribos porque ninguno de los pasajeros quiso darle las monedas que él solicitaba. Entonces decide amenazarlos y comienza intentar romper vidrios y otros objetos a su alrededor buscando intimidarlos.

Pero son los mismos pasajeros los que deciden detenerlo, y en el uso de fuerza mancomunada lo someten mientras que llega la policía.

En Victoria, Canadá, en una cálida mañana de verano, se lee en el antejardín de una residencia: “Garage Sale” (Venta de Garaje). Justo frente al área que antecede al garaje de la vivienda se han dispuesto toda suerte de objetos con sus respectivos precios: libros, cd´s, ropa, zapatos, cuadros, vajillas, sillas, etc. En una esquina del patio se ha acondicionado una mesita y sobre ella una cajita para que los ocasionales clientes depositen el valor de las mercancías que ellos adquieren. Y así lo han hecho ya algunos compradores, que han recogido lo que les llamó la atención y han dejado allí el dinero. Los dueños de la venta de garaje se encuentran dentro de la casa y, por tanto, nadie inspecciona. Pero los compradores han tomado lo que les gusta y han dejado en la cajita los billetes y monedas. Podrían haber no pagado o, incluso, haberse alzado con la cajita del dinero, pero no lo hicieron.

Casi a la misma hora, en Bogotá, un policía de tránsito inescrupuloso acepta sin el menor asomo de vergüenza o dignidad un soborno de un conductor que no contaba dentro de su kit de carretera con algunos elementos de señalización. Y posando de compasivo, le hace saber al también corrupto ciudadano que es su día de suerte porque “se salvó de que le pusiera su parte”.

Los estudiantes de alguna prestigiosa universidad; los funcionarios de una no tan respetable institución estatal; los jóvenes que protestan, todos ellos forman parte de un territorio que algún día el expresidente Darío Echandía llamó “país de cafres”.

Viven en un lugar del planeta donde prima el arribismo como manera de entender y significar las diferencias entre una clase social y otra, y que ha enquistado dentro de su cotidianidad la dinámica de la violencia y la corrupción como anti valores consuetudinarios. Y sin saberlo, con sus actos indecorosos, contribuirán a robustecer durante las próximas generaciones una ya bien marcada crisis social de la que todos quieren culpar a la clase política y a los gobernantes.

Y claro, por supuesto que en Colombia todos saben qué tipo casta es la clase política, es decir los que gobiernan el País. Los mismos que no dudarían en deslizarse por una cuerda desde un tercer piso, al mejor estilo de los malhechores que recién cometen una fechoría, para burlar, no solo a la justicia sino a toda una sociedad.

Las escenas descritas, tan simples, tan habituales, casi intrascendentes tanto en uno como en otro país, hablan mal de una sociedad como la colombiana, pero muy bien de la canadiense.

Y, vaya ironía, en la provincia de Quebec, Canadá, muchos de los templos católicos que se levantan prácticamente en cada ciudad o pueblo ahora son usados como bodegas o simplemente están cerrados. La razón para que eso suceda es que el número de devotos ha menguado en las últimas décadas porque a muchos no les interesa la religión. No se verán romerías populares ni misas campales ni una sociedad que rinda pleitesía a los jerarcas religiosos o que defienda a ultranza las prácticas religiosas. Pero, con todo, el conjunto de la sociedad logra vivir su cotidianidad de manera digna y respetuosa.

En Colombia es recurrente que los políticos en campaña acudan a las iglesias de diferentes denominaciones en busca de votos, sometiéndose allí a toda suerte de ritos para ganar simpatizantes. Pero religión y política —y está demostrado históricamente— no es una buena combinación debido a las contradicciones morales inevitables que surgen entre el ejercicio de la política y la práctica de la religión.

No obstante a los aspirantes a ser concejales, gobernadores, diputados o alcaldes eso no les importa, ni creen que alguien se podría dar cuenta de la repulsiva estrategia que usan. Piensan que asumir una posición doble moralista les puede generar importantes réditos para hacerse a los tan anhelados cargos públicos.

Por eso, sacando su mejor talante de embaucadores, buscan votos dónde sea y como sea, adaptando su camaleónica imagen de estadistas de acuerdo a sus necesidades.

Y los que ya se encuentran en el poder, los que compran votos y conciencias, los que gozan del respaldo de un pequeño grupo de serviles adeptos, no dudarán una vez más en buscar chivos expiatorios, como la cándida política que por estos días se descolgó de un tercer piso, no tanto para salvarse de la cárcel, sino de sus mismos patrones.

Porque los políticos deshonestos, que muy bien podrían personificar al policía corrupto que vende su conciencia, o al estudiante arribista y cruel que ataca al compañero becado, o al ciudadano que protesta agrediendo los bienes públicos, han decidido que esta amalgama de dolorosas contrariedades que vive el País continúe.

Y tratarán de perpetuarlo una vez sean funcionarios públicos, porque así ha sido siempre, y así seguirá siendo, a menos que esa sociedad, tan diferente a la canadiense, decida cambiar, y entonces no sean estos líderes de barro los que marquen los paradigmas, sino que sean los mismos ciudadanos, a través de pequeños pero significativos actos honestos, los que a voz en cuello les digan: “en Colombia los cafres ya no somos nosotros, son ustedes, y a menos que también cambien, continuaremos señalándolos como tal”.

Porque la grandeza de un país no reside en sus gobernantes sino en sus ciudadanos. No importa lo malintencionada que sea la clase política, esta también se verá obligada a cambiar o a desaparecer para ser reemplazada por otra más digna y decente.

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