Ayer se firmó por cuarta vez el acuerdo de paz. Aunque no alcancé a ver la ceremonia antes de escribir, lo que parece es que se realizó con menos pompa que la de Cartagena, en la que hubo hasta un Kfir.
La diferencia entre esta firma y las anteriores es que a esta se llegó después de una amplia y concertada recolección de objeciones a lo pactado. Como se sabe se recogieron más de quinientas propuestas de parte de diferentes sectores opositores y de víctimas.
También es bueno recordar que lo que se negó en el Plebiscito fue el primer acuerdo, nada más. No se negó la posibilidad de un nuevo acuerdo, por el contrario, el documento que se firmó ayer nació de la democracia de las urnas, que dio prácticamente la orden para renegociar los acuerdos.
Tampoco se negó en el plebiscito la posibilidad de una nueva refrendación y ni se determinó cuál sería el camino de este procedimiento, ni mucho menos, en esa consulta al pueblo, se preguntó sobre la legitimidad del Congreso o sobre sus atribuciones.
Y finalmente en ninguna consulta popular se ha preguntado sobre las atribuciones presidenciales para ejercer su mandato constitucional de buscar la paz. Nada de lo anterior se puede derivar de la pérdida del Sí, por solo 50 000 votos, en el plebiscito. De manera que lo que se inicia a partir de esta cuarta firma es legítimo, totalmente legítimo, como sería la paz.
Otra cosa es que vaya a ser sencillo o fácil su implementación, como no lo sería si se hubiera ganado el Sí en el plebiscito. Es que con un país dividido, fragmentado entre una derecha dura, liderada por un hombre empecinado como Álvaro Uribe, y un resto que oscila entre centro y centro izquierda, sin liderazgos fuertes, la pelea se vuelve muy difícil.
Al presidente Santos se le deben reconocer muchas cosas, pero no su empatía con la población. Lo mismo le pasa al Congreso de la República que no logra convencer a pesar de que allí en sus curules hay personas muy buenas, preparadas y dedicadas a su labor legislativa. Pero ambos, presidente y Congreso, tienen un gran talón de Aquiles que es el desprestigio.
Eso lo sabe muy bien el Centro Democrático que ha salido con propuestas disparatadas como la resistencia civil y la revocatoria del Congreso. La primera es una amenaza que ha repetido varias veces el expresidente Uribe sin llegar a concretarla, porque no tiene un camino para hacerla realidad.
La revocatoria del Congreso debe pasar por una consulta popular
que debe ser convocada por el ejecutivo o por firmas,
lo que a estas alturas puede ser algo atractivo, pero no viable.
La resistencia civil, para que deje de ser una amenaza, debe incluir una comunidad movilizada y activa, que deje de pagar impuestos y paralice al país. Eso no lo ha logrado ni la oposición venezolana que es mucho más fuerte que el Centro Democrático. Y la revocatoria del Congreso debe pasar por una consulta popular que debe ser convocada por el ejecutivo o por firmas, lo que a estas alturas puede ser algo atractivo, pero no viable.
Lo que sí puede pasar son los ataques contra la integridad de personas que se la juegan por la paz, asesinatos selectivos como los que se han producido ya en diferentes regiones y que dejan ver las orejas del monstruo de un nuevo conflicto o del mismo, que se prologaría indefinidamente así se firme la paz, porque no se logró desactivar la violencia.
De manera que para desbaratar los acuerdos no es necesario culpar al Congreso, ni revocarlo, basta con hacerse los de la vista gorda frente a los sicarios, a las bacrim o a los intolerantes. Basta con permitir un nuevo genocidio y con eso habremos instaurado un nuevo ciclo de violencia. Esa que parece gustarle tanto a la derecha recalcitrante. Ese sí sería el fin del nuevo acuerdo.
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