En la serie Los Soprano el capo de la familia, Tony, invita a sus capos a ver una vez más El Padrino. Empiezan a hablar de cuál es el momento que prefieren de esa película y, la respuesta del Don no puede ser más poética: “Hay un momento, cuando Michael se esconde en Sicilia…” entonces uno puede ver un pueblo de piedra, medieval, en donde todavía pastan cabras, en donde todos los hombres han muerto en vendettas. Michael camina por Corleone, el pueblo de donde un policía despistado le sacó el nombre a su padre, Vito, cuando de niño llegó a Long Island. La música, siempre Nino Rota, nos acaricia como el viento en la cara del menor de los hijos del capo de capos. En ese momento, y a pesar de todos los crímenes que ha cometido, es imposible no amar a Tony Soprano.
Con El Padrino ocurre el milagro de tener cosas en común con un asesino de la mafia como el rey de New Jersey o con el mismo Pablo Escobar. Los que lo conocieron cuentan que la vio tantas veces que podía recitar de memoria las frases de Vito Corleone o de su hijo Michael. Eso de “no es nada personal, son sólo negocios”. El que no lee a Maquiavelo a Corleone se arrima.
No se sabe con exactitud si la vio en un cine de Medellín en 1972, cuando la Paramount la estrenó en todo el mundo, convirtiéndose en el más grande de los éxitos de taquilla de todos los tiempos. 135 millones entre 1973-1974. En esa época Escobar tenía 24 años y era un jalador de carros de poca monta. Todavía decía que si a los 30 años no tenía un millón de dólares en su cuenta se pegaría un tiro. Le sirvió la autoamenaza: a los 35 años Forbes afirmaba de él que tenía una fortuna acumulada de 30 mil millones de dólares.
No sabemos si la vio en cine pero si era el primer videocasete que preparaba en sus caletas. Y ahí, entre las montañas de Antioquia, mientras sobrevolaban los helicópteros de los Castaño sobre él, pasaba el tedio con un bareto y volviendo a ver el momento en el que Don Corleone, con la cara rota, le pide a Bonasera, el enterrador, que le devuelva el favor que le debe: borrarle los huecos de bala con los que los sicarios de Barzini han masacrado a su hijo.
Si, en eso Pablo Escobar tenía razón. En que es una obra mayor, que hay que verla diez mil veces y si sobre todo es con un formato en 4K, íntegramente restaurada en sonido, ver el lienzo expuesto en toda su dimensión. Por fin, gracias a sus 50 años y a que Cine Colombia y Cinemark decidieron estrenarla en un país que no es cinéfilo, podemos ver la idea de Francis Ford Coppola en toda su abrumadora dimensión. La hermosa violencia de El Padrino, la bella sangre saliendo de la espalda de Marlon Brando, la cara de Luca Brazi siendo estrangulado por los Tattaglia, la bala en el ojo de Moe Green y, sobre todo, el pataleo de Carlo mientras Clemenza le rompe la traquea con un cable de piano. Y murmuramos mientras vemos sus tres horas: maldita sea la corrección política, maldita sea Marvel y todos los reputos Hombres Arañas, malditos los milenials y sus colorines, queremos otra vez la cruda belleza de un asesinato. Y El Padrino tiene los asesinatos más hermosos del cine, como cuando le estallan la cabeza de un tiro al traidor Paulie mientras Clemenza orina en un trigal movido por el viento. Al fondo, entre las espigas, se divisa la Estatua de la Libertad. Qué hermosura de película, que sublimidad.
Nadie está solo mientras se está viendo El Padrino, ni Pablo Escobar con sus culpas, con sus muertos, acosado por los Castaño y Don Berna, agrietado por la gastritis, pero feliz de volver a ver esa cabeza de caballo en las sábanas de seda de un príncipe de Hollywood.
