Palabras más, palabras menos, la necesidad monstruosa de que el otro, llámese padre, vecino, hermano, esposa o subalterno sean yo; piensen, actúen, vistan, hablen, jueguen y coman como yo; amen como yo; procreen como yo.
El hormigueo humano, en el transcurso de su historia, ha reducido el otro al mismo. Desde la política, la religión, la escuela (nada más nefasto que la educación), el matrimonio (una invención cultural), suprimimos, negamos, anulamos al otro. Y prueba de ello es la función que ejercemos sobre nuestros descendientes. La madre, con inusitado afán, le dice al hijo: "tienes que comer y ponerte esto; estudiar esto; asumir esta religión; esta lengua; esta o aquella manera de pensar y de expresarte".
Con las religiones sucede lo mismo. Todos andan en busca de salvación, solo de la suya, haciéndole daño a los otros, negando la naturaleza de sus congéneres. Por eso las iglesias, llámense católica o protestante (para citar solamente dos), rechazan a todos aquellos que practiquen otros cultos (musulmanes, ascetas, sufíes, místicos, zahoríes, budistas). Ahora imaginemos lo que hacen con prostitutas, homosexuales, "pecadores". Cada religión tiene su dios, para colmo de males el verdadero, o sea que los otros andan por los territorios del “mal”, equivocados, perdidos, sumidos en el atraso.
Existe el profesor que desea y aspira, con todas las fuerzas de su frustración y resentimiento, a que su alumno o discípulo sea su igual, su espejo. Entonces se empecina en que repita su discurso, escriba como él, hable como él, lea sus mismas cosas, objete lo que él objeta. Desde la academia se ejerce otro tipo de poder, quizás el mismo que el citado maestro critica de las clases hegemónicas. La academia es otro tipo de hegemonía.
En el hormigueo humano el tercero excluido no tiene cabida. El otro debe ser el mismo. Debemos ser esto o aquello, hombre o mujer, de izquierda o de derecha. En este sentido, los de derecha creen que eres de izquierda y los de izquierda de derecha.
Una de las cosas más nefastas en la negación de lo otro, fue lo que los conquistadores españoles hicieron con nuestros aborígenes. Para Cortés y demás colonizadores, el "otro", el indígena, era bárbaro, endemoniado, salvaje, por el solo hecho de no hablar español, no creer en la virgen María, apelar a unos ritos extraños y a un pensamiento seminal que para los españoles resultaba primitivo y peligroso.
Han pasado más de quinientos años y la historia, por su esencia circular, se repite. Negamos a diario. El esposo quiere que su mujer sea su idea de esposa; la madre quiere que su hijo sea su idea de hijo; la novia quiere que su novio sea ese que le han construido desde pequeña, acaso su Ken, el muñequito que hacía de novio cuando jugaba con su Barbie.
El profesor sueña con un alumno ideal; los científicos sociales, los mismos que basan su discurso en la especulación, pretenden construir a los jóvenes, crear y construir identidad —tamaña bobería— desde la intelectualidad, el poder. El poeta cree que el camino correcto es el de la poesía, el comunista que el camino seguro es el suyo, el paramilitar que no hay una cosa más equivocada que los líderes sociales.
Deberíamos, para rematar este escrito, aprender a jugar a dios y al diablo.
Los dos se reconocen, se necesitan, se complementan; ellos saben que solo la presencia de lo otro hace que el yo exista. El yo no es si su opuesto no existe.