La proporción de centenarios es la que más rápido crece en la población, seguida del grupo de 80 a 99 años de edad.
De hecho, a lo largo de la historia humana muy pocas personas han llegado a estas edades. Con el tiempo al eliminar las principales epidemias de enfermedades infecciosas el número de ancianos comenzó a ascender, y hoy gracias a los extraordinarios progresos de la ciencia médica, sobre todo en el campo de la farmacología, los ciudadanos de la “tercera edad” se han convertido en un grupo de gran importancia.
Se prevé que en el siglo XXI la creciente población de personas mayores de 85 años —los llamados “viejos-viejos”—, con su enorme consumo de servicios médicos, crearán importantes crisis económicas, de recursos médicos y éticas, tanto en los países desarrollados como en los que se encuentran en vías de desarrollo.
Por todo esto el campo de la gerontología se esfuerza en seguir el ritmo de esta transición demográfica.
En los estudios de campo, por ejemplo, los gerontólogos y geriatrías demuestran que muchas de nuestras creencias de “sentido común” y larga tradición sobre los viejos y el envejecimiento están totalmente equivocadas. Cuanto más anciano es un grupo de personas, mayor variedad muestran sus integrantes. De hecho, las variaciones del funcionamiento físico, mental y social son mayores entre los ancianos que en cualquier otro grupo de edad.
El deterioro funcional que acompaña al envejecimiento puede posponerse manteniendo una vida física, mental y social activa. Por tanto, el objetivo de los programas de promoción de la salud dirigidos a las personas de edad avanzada no consiste en prolongar la vida indefinidamente, sino, ante todo, en dar la mejor vida posible a los años que le quedan a cada humano.
Una forma de contribuir a disminuir el gran consumo de recursos de salud de la población anciana consiste en reducir en lo posible el período de morbilidad terminal. Para ello hay que mantener a las personas lo más activas posible y capaces de cuidarse a sí mismas casi hasta su muerte. Con ello disminuirá la duración, aunque no necesariamente la intensidad, de la atención médica que necesitan.
Por otra parte, se reducirá evidentemente el sufrimiento y se combatirá la sensación de deterioro de los ancianos y de los familiares que los cuidan.