Amnesias
Ya no recuerdo cuándo leí la novela El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince. ¿Es importante saberlo? Sí. Recuerdo muy bien la primera vez que leí digamos, Tres Tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante. Era un adolescente al que le encantaba la literatura latinoamericana y apenas llegaba a la mayoría de edad. Voy a Internet. Veo que El olvido… se publicó por primera vez en 2005. Es muy probable que la haya leído en ese año, pero ya no tengo la certeza. Lo que sucedió hace 45 años está fijo en mi disco duro, mientras que lo vivido hace 15, 10, 5, la película que vi anoche a la hora del insomnio se va derritiendo en las neuronas. En el año 2009, Abad publicó un libro titulado Traiciones de la memoria, en el que no solo aclara la aventura a la búsqueda de un poema de Borges que sirvió como referente para nombrar su novela maestra, sino que también nos pone en evidencia el destino inexorable de nuestras vivencias. De pura casualidad, la primera vez que viajé a México, en el año 2002, escribí un diario, el único que he escrito en mi vida, el cual titulé Castigo de la memoria, para retener sin problemas las experiencias de una aventura espiritual de tres meses. Iba tan rápido en su escritura, que terminé redactando el viernes lo que terminaría pasándome el sábado. Nos la pasamos tratando de capturar la existencia, de eternizarla, de mantenerla con nosotros, mientras ella se va, así la escribamos, la filmemos, la pintemos, la cantemos.
Trueba I
Comenzando los años 80, descubrí al director español Fernando Trueba. Fue gracias a una proyección de su película Ópera prima que le cayó a mi generación como anillo al dedo. Se trataba de la historia de amor de un simpático intelectual sin esperanzas, un melodrama sin villanos donde uno se desternillaba de la risa de principio a fin y, al mismo tiempo, terminaba llorando en la proyección, humillado por una cinta (así se decía antes) que te desnudaba sin permiso. Recuerdo a la perfección la seducción de Ópera prima, pero escribo a toda marcha esta evocación de la película El olvido que seremos, dirigida por Fernando Trueba, a partir de la novela de Héctor Abad Faciolince, para que no se vaya a escapar de mi memoria ningún detalle significativo.
Escribo para manifestar un entusiasmo. Pero estuve en una proyección privada, casi secreta, para tres espectadores, donde se nos confesó, a la salida, que no se sabía cuándo iba a presentarse a público, porque la pandemia del Covid-19 había acabado con los bares, con las salas de cine, con los restaurantes, con los teatros, con los hoteles, con los estadios, con los besos. La película de Trueba/Abad había sido seleccionada para la Competencia Oficial del Festival de Cannes 2020. Pero se trataba de una suerte de título honorífico, porque no hubo Festival de Cannes y el fantasma del cine distribuido a través de plataformas digitales se va convirtiendo, poco a poco, en una certeza. Escribo, por consiguiente, para mí mismo porque, ¿a quién le dirijo este texto? No me gustan los comentaristas de cine que escriben sobre películas que sabe que sus lectores no podrán ver. Es un acto de triste chicanería. Así que si escribo sobre una película que no ha estado en ningún tipo de pantallas es una manera de manifestar un privilegio innecesario, un dispositivo que no le sirve a nadie: ni a la película, ni a mí, ni a los espectadores. Guardo entonces estas líneas para evitar que mi experiencia se convierta en olvido, en el olvido que seremos. Algún día verán la luz.
Daniela
En el año 2015 descubrí Carta a una sombra, el documental que Daniela Abad hizo sobre su abuelo y sobre el libro de su papá. Una vez más, no recuerdo en qué circunstancias lo vi por primera vez (sé que estuve en su estreno bogotano, pero yo ya lo conocía, ya me había entusiasmado y ya había conversado con su realizadora). Cuando tuve frente a mí a Daniela, le dije la frase fatal para todo realizador de “óperas primas”: un director de cine se mide cuando dirige su segunda película. No tardaría Daniela Abad en callarme con su segundo largometraje documental: The Smiling Lombana, otro secreto familiar, esta vez por el lado materno. Entonces volví a ver Carta a una sombra y le encontré una potencia que estaba mucho más allá de la evocación del libro de su padre. Era una película personal, donde el discurso del yo, tan necesario en el cine de hoy en día, saltaba a la vista, más allá del abuelo asesinado, del libro de éxito, del autor inmortal. Poco tiempo después supe que El olvido que seremos sería realizado por Fernando Trueba en Medellín y no me lo podía creer. En ese momento, pensé en Daniela y en la oportunidad de oro que tenía de trabajar con el director de Ópera prima. No tardaría en enterarme de que su entusiasmo era muy reservado y que su participación como script del largometraje lo hizo, en principio, a regañadientes. Al parecer, no se tenía confianza para cumplir una labor tan delicada, Pero lo hizo. Porque ella es una mujer a la que le gustan los riesgos. He conocido muy bien, a lo largo de mi vida, a varias profesionales del oficio de la continuidad en el cine y sé todo lo que una película les debe a ellas. Así que aprovecho para reivindicar la labor de una continuista a través del trabajo de Daniela Abad en El olvido que seremos.
Trueba II
En el principio, siempre está el guion. Y David Trueba, el hermano de Fernando, responsable de la adaptación de El olvido que seremos/novela a El olvido que seremos/largometraje fue una de los principales pilares para que este film (¿todavía se puede hablar de films, ahora que el soporte fílmico ya casi no existe?) fuese una realidad. David Trueba es un excelente novelista, un extraordinario columnista de prensa y, cómo no, un impecable guionista y director. Además, es un comprobado adaptador al cine de novelas inadaptables, como lo demostró con creces en su versión de Los soldados de Salamina de Javier Cercas en el 2002. Podría pasarme esta madrugada atroz evocando la gesta creativa de David Trueba, pero es de la adaptación de El olvido que seremos que quiero escribir y dejemos estos asuntos para otra jornada. Héctor Abad Faciolince, Daniela Abad, Fernando Trueba, David Trueba, en fin, parte de los creadores de esta gesta, necesitan ser nombrados para que se entiendan los entretelones de lo que, para mí, es una película sin tacha. Habrá otros que no lo consideren así. Es posible. Y en la cultura contemporánea cunde el atractivo deporte de dispararles a los creadores de éxito. Por fortuna, Héctor Abad es un provocador y él ha sabido asumir las consecuencias de su talento. Soy amigo de algunos de sus contradictores (Carolina Sanín, Harold Alvarado, Fernando Vallejo…) y supongo que ellos dirán sus verdades con la crudeza que los caracteriza. Yo, por el contrario, cobarde que soy, me considero cómplice de todos y procuro quedarme con los retazos de belleza que el Arte nos deja, antes que atizar la caldera del diablo de las polémicas innecesarias.
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Adaptaciones I
A propósito de Vallejo: cuando supe que nuestro querido amigo, el director Barbet Schroeder realizaría una versión “clandestina” del libro La virgen de los sicarios, finalizando el siglo XX, me puse en guardia. ¿Cómo diablos haría Barbet para adaptar un libro imposible? Barbet no solo lo logró sino que consiguió hacer una película universal, tal como pude comprobarlo en la Mostra de Venecia del año 2000, cuando se estrenó La virgen… con el consabido escándalo. Creo que, en el fondo, yo ya estaba curado con respecto a la “inadaptabilidad” de los buenos libros al cine. Salvo la maldición que ronda por las decenas de películas alrededor de la obra de García Márquez las cuales nunca han dado en el blanco, con contadas excepciones. Sin embargo, no fui prevenido a la proyección de El olvido que seremos. Allí debería haber algo. Era una película con toda la juguetería presupuestal afinada: Caracol Cine, Dago García, Gonzalo Córdoba, y, para completar el asunto, la sorpresa adicional estaba detrás de Cámara.
Cámara
En el mismo año en que David Trueba estrenó Los soldados de Salamina, Pedro Almodóvar lanzó lo que, para mí, es su opera magna: Hable con ella. Y parte de mi entusiasmo se debió a Javier Cámara. Los curiosos del cine español le hemos seguido la pista al actor y siempre nos ha sorprendido con ese misterio que tienen los intérpretes geniales. No sabemos muy bien en qué consiste pero brillan. Saben hacerse notar, hasta en series como Narcos (2017) donde Cámara se inauguró en el universo colombiano, representando al contador de los hermanos Rodríguez Orejuela. Supongo que a Javier Cámara ya le deben haber repetido lo suficiente el juego de palabras en relación con su apellido, así como a los Hermanos Lumière los debieron encandilar con la relación entre la luz y el cinematógrafo. Más allá de las bromas obvias, no me sorprendió que lo escogieran para representar el rol de Héctor Abad Gómez. Tenía, tengo confianza en Trueba. Aunque solo he conversado con él un par de veces (una de ellas moderándole una charla en el Festival de Cine de Cartagena de Indias) conozco la totalidad de sus películas y sé que en ellas, hasta en las que menos me entusiasman, siempre hay, al menos, una pizca de sensatez, cuando no se desborda en la genialidad. Así que Cámara podía ser Héctor Abad Gómez de la mano de Trueba, porque si alguien es capaz de dirigir una película como El artista y la modelo, puede convertir el agua en vino sin problemas.
Adaptaciones II
Pero en el cine, en el arte en general, lo que importa no son los procesos sino los resultados. Podemos tener la mejor infantería del mundo pero, si no se gana la guerra, no se puede cantar victoria en las batallas. Supongo que Trueba debería saber una verdad que salta: cuando se adapta un libro de éxito tendrá dos tipos de espectadores: 1. los que ya lo han leído y los que no tienen nada que ver con la literatura y 2. Los que quieren disfrutar de una buena historia sin importarles los referentes. Es muy probable que los espectadores de El Satiricón de Fellini no hayan leído a Petronio, o que los lectores de El cartero llama dos veces se enfrenten a la pantalla con el relato de James M. Cain en las manos. La gran decisión de un guionista y, sobre todo, de un realizador, es la de saber desprenderse de la novela para poder nadar en sus propias aguas, guardando las sensaciones de la lectura en lo más profundo de sus certezas. Pero estando dispuesto a traicionarlas. El proceso de Orson Welles es Kafka sin calcarlo o Muerte en Venecia de Visconti es Thomas Mann musicalizado. En el caso de El olvido que seremos el espectador se encuentra ante un relato, una fábula que funciona como las antiguas tragedias griegas y mantiene su esencia. Pero la estructura es harto diferente a la del libro, para poder producir el efecto deseado. Abad Faciolince construyó su historia en primera persona, a través de sus sensaciones y de sus emociones, evitando el melodrama fácil o la manipulación emocional, pero cargándolo con suficiente dosis de sinceridad como para que el lector se sintiera en confianza y pudiese viajar con él, como un cómplice, como una víctima común de las circunstancias.
Catarsis
Aunque en la película el dispositivo es otro, el efecto es similar. A través de un andamiaje de idas y vueltas, pasando del color al blanco y negro entre el pasado y el presente, Trueba nos va convenciendo de que la historia tiene vida propia y que podemos nadar en sus aguas sin problemas. Para los espectadores colombianos que vivimos los años ochenta, mirar los tiempos vividos a través de la reconstrucción cinematográfica es bastante difícil. Preferimos los documentales, los registros de la televisión. El artificio de la ficción se torna falso, peligroso, oportunista, produce desconfianza. Sin embargo, El olvido que seremos, la película, tiene una suerte de distancia, de objetividad y, por qué no, de desparpajo, como para convencernos de que la vida puede regresar, con sus certezas y sus pesadillas, si el mecanismo de la reinvención de la realidad se inventa sus propias reglas. Como Barbet Schroeder para La virgen de los sicarios, Fernando Trueba se rodeó de un equipo de actores y técnicos colombianos. Tan solo él y Javier Cámara miraban desde la distancia, mientras todos sus colaboradores conocían los acentos, el entorno, las circunstancias. Reproducir la Colombia de la segunda mitad del siglo XX no era tarea fácil: la geografía de las ciudades de nuestro pasado ha desaparecido. Pero sus consecuencias permanecen intactas. Reconstruir una universidad, un vestuario, el decorado de una casa, desempolvar viejos autos o las consignas de una manifestación es una aventura con un doble rasero. Puede ser un homenaje o una triste labor cosmética. Por fortuna, Trueba no se desmarcó de la esencia: El olvido que seremos es un relato sobre la muerte. El soneto de donde sale el título de la novela así lo indica. Y si la adaptación se hubiese centrado en la recreación habría fracasado. En ningún momento se pierde el centro: no nos olvidemos que todo lo que sucede aquí está permeado por un asesinato. No creo que el horror sea un tema exclusivo de Colombia. Nuestro país está lleno de gente vil, perversa, pero también la hay en Estados Unidos, en Siria, en Corea, en Suiza, en España. El placer por la maldad forma parte de la condición humana y en El olvido que seremos es una sombra que ataca sin desenmascararla, que envuelve a una familia hasta desnudarle su propia fragilidad. Héctor Abad Gómez se convierte en un héroe trágico, que lucha por liberarse de las leyes del destino y sin embargo sucumbe. Se dice que, en la Grecia del siglo V antes de nuestra era, las representaciones teatrales buscaban el llamado “efecto catártico” en el que, según Aristóteles, el espectador encontraba el orden de sus pasiones a través del temor y de la conmiseración. Mucha tinta ha rodado alrededor del tema y no sabemos, a ciencia cierta, si la catarsis existe en la literatura o en el cine. Sin embargo, en el caso de la novela de Abad, se podría decir que sí hay una suerte de despojamiento en su libro, de rendirle cuentas a su propio dolor. Y esa sensación se mantiene en la película de Trueba, cambiando el punto de vista, dándole la vuelta a la primera persona y convirtiendo la historia en una suerte de omnisciencia en la que todos podemos participar, en la que sentimos que el dolor no es exclusivo del narrador sino de todos, de la familia, de la ciudad de Medellín, de Colombia, de los españoles, de los espectadores de cine.
Autocines
La promoción de la película pretende vendernos la idea de que se trata de “la historia de un hombre bueno”. Puede ser. Pero esa utopía no puede dejar de lado un horror latente: el del olvido. Las sociedades no acumulan sus desgracias para corregirlas sino, por el contrario, las repiten, se regodean con ellas. En el momento en el que los sicarios disparan sobre el cuerpo de Héctor Abad, en una seca escena que ya parece un lugar común del imaginario colombiano, el espectador se avergüenza en su silla. No es posible que todo lo que un hombre ilusiona sea destrozado por unas balas, las balas de unos jóvenes que no tenían ni idea a quién estaban asesinando, aquellos que luego se irían a tomarse unas cervezas, a consumir bazuco, a reírse de su pilatuna. En la película, esa certeza está presente. Como todo realizador de comedias, Trueba sabe que detrás de cada carcajada hay una mueca de la muerte. Y todos sus colaboradores lo entienden: los actores colombianos (Juan Pablo Urrego, Aída Morales, Patricia Tamayo, Gustavo Angarita…), el músico polaco Zbigniew Preisner (inmortalizado gracias a su colaboración en la trilogía de los colores de Kieslowski), el director de fotografía Sergio Iván Castaño (estrecho colaborador de Dago García en un cine ágil y efectivo), todos a una, como en Fuenteovejuna, hicieron la inmersión en el ejercicio del dolor y salieron bien librados.
El resultado es conmovedor y te saca de la sala en silencio, satisfecho y, al mismo tiempo, desconcertado por el espectáculo de la estupidez humana. Para colmo, El olvido que seremos, como en Edipo rey de Sófocles, su distribución ha sido afectada por la peste. Tras su selección en el Festival de Cannes se mantuvo la incertidumbre de cómo salir a la luz pública sin morir en el intento. El estreno se ha realizado, ironías del destino fatal, en autocinemas, un experimento para mantener la proyección colectiva con vida. Tras ver la película en la intimidad de una sala, no deja de ser desconcertante el hecho de presenciar una historia fatal al interior de un carro, con las ventanas cerradas, como si estuviéramos en el verano feliz de American Graffiti. La película, sin embargo, ha triunfado. En mi opinión, es la mejor película de Fernando Trueba realizada en Suramérica, después de la entusiasta El milagro de Candeal y de El baile de la victoria, otra adaptación literaria, en este caso del sonriente escritor chileno Antonio Skarmeta. Al mismo tiempo, El olvido que seremos es una de las películas de Trueba que más me apasionan, junto a Ópera prima, El año de las luces, Belle Époque, Chico & Rita y El artista y la modelo. Como su maestro Billy Wilder, Trueba se pasea de la comedia al drama, de la farsa al melodrama, corriendo grandes riesgos, encontrándose en el camino, antes que dejándose intimidar por sus propios errores.
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Coda
En su Diccionario del cine (Planeta, 1998), Trueba cita a François Truffaut, a propósito de Ingmar Bergman, diciendo que “un artista optimista – a condición de que no se trate de un optimismo bobo sino, más bien, de una especie de pesimista superado – (…) es más grande, o más útil a sus contemporáneos, que el nihilista, que el desesperado”. Es muy probable que la versión cinematográfica de El olvido que seremos esté dentro de esta categoría, la del “pesimismo superado” y se convierta en una obra de esperanza, ahora que han regresado los tiempos del apocalipsis y pareciera, una vez más, que ni siquiera el cine, ni la literatura, pudiesen salvarnos. Cuando pase la borrasca, si aún logramos sostenernos, estoy casi seguro de que la fábula de El olvido que seremos sobrevivirá. Por lo pronto, espero que la vida útil de la película sea tan demoledora como la que lleva, durante todos estos años, la febril persistencia de una novela inagotable.