Lo único seguro en Colombia es que todas las semanas se habla de Santrich. De resto, hay incertidumbres. Por el talento de los deportistas, se habla de deporte pero el tono de eso va cambiando de semana a semana, pasamos de ser el mejor equipo del mundo a un grupo de fracasados, de adorar a Nairo a destruirlo, al fin y al cabo, el deporte como fundamento más importante de la idea de nación colombiana y como mecanismo para desahogar frustraciones, muchas veces de amargados. Viendo el carrusel de noticias, pensaba en María del Pilar Hurtado, no la funcionaria uribista, sino la mujer asesinada en Tierralta, Córdoba, todavía no sabemos por quién ni por qué.
Confieso que la pregunta me da vueltas en la cabeza desde hace tiempo, por lo menos desde el año 2002. En ese entonces, asesinaron a Orlando Sierra, periodista caldense y me impactó más que los otros tantos miles de asesinatos que había visto como niño creciendo en Colombia. Solo, en el cuarto, lloré un poco al imaginar a los hijos de Orlando. Ni siquiera sabía si tenía hijos, solamente hice -sin querer- el ejercicio de imaginar el dolor de ser el hijo del asesinado del día. Al otro día, me levanté pensando: ya no estoy tan triste. Y, aunque eso era un alivio, pasada la emoción llegó la razón: “en unos días, ¿ya nadie se va a acordar del dolor de los hijos de Orlando?”. Me acuerdo de la esquina en al que me hice esa pregunta, caminando al colegio.
Asesinaron a María del Pilar, vimos el dolor más crudo expresado en el llanto de un hijo, y nos indignamos colectivamente. Salvo algunos políticos vividores de la provocación en las redes, hubo otros gritos unánimes, “¡dolor!... ¡tristeza! .... ¡rabia!... ¡hallen los culpables! ... ¡cuiden al hijo!”. El mecanismo para expresar el grito es la red social que asegura un mecanismo de coordinación y de exposición de la emoción. Para mí, como otras veces, la angustia de imaginar el dolor, la rabia de entender que los asesinos están enquistados en el poder regional y nacional, y, paralelamente, la duda de cómo expresar un sentimiento o una idea que no sea sujeto a una presión por ocupar un espacio en una conversación, como un fin en sí mismo. Encuentro que la única manera es hacer un esfuerzo honesto de entender a cada víctima, su contexto, su historia, y, por lo menos nombrarla, María del Pilar Hurtado. Esto fue lo que pude decir, esta vez, “Ahora sé, el dolor más grande que vivió María del Pilar no fue el de las balas, fue vivir con el temor de saber lo que se venía para sus hijos. No existe peor tortura para una madre: sospechar que sus hijos van a sufrir. Qué impotencia estar tuiteando esto, como si sirviera.”
Esta vez, porque ya son muchas veces. Es que ya habían asesinado a Temístocles Machado, ¿quién se acuerda?, y antes a otro, a otra, y ya son cientos de asesinados, miles de asesinados y el temor: ¿cuántos hashtags quedan para gritar? También, la duda: ¿y cuál es el problema de volver, cada vez, a la ola de indignación que se repite de la misma manera? Es decir, en un país violento, en dónde han sido asesinadas cientos de miles de personas y quedan millones de víctimas de un conflicto de décadas, qué es exactamente lo que temo, cuál es la alternativa si asesinan a María del Pilar, pero al otro día toca ir a trabajar.
Ya habían asesinado a Temístocles Machado, ¿quién se acuerda?,
y antes a otro, a otra, y ya son cientos de asesinados, miles de asesinados
y el temor: ¿cuántos hashtags quedan para gritar?
El temor es que se vuelva paisaje, la alternativa es no olvidar. Ahora, eso es un cliché, con todo lo bueno y lo malo que eso implica. Queda, más allá del intento de empatía, la posibilidad reflexionar. Leí esta semana una crítica Tzvetan Todorov del libro “Ante el dolor de los demás” de Susan Sontag sobre este asunto. Dice Todorov sobre el temor del paisaje de la muerte: “Una pregunta es si el exceso de imágenes no acaba con la sensación del mundo que pretenden representar. A fuerza de ver matanzas, ¿no nos volvemos insensibles a la sangre derramada?”.
Lo que más me interesó del ensayo, que leí casualmente con la idea de escribir sobre María del Pilar desde hace unos días, fue la conclusión que vale la pena citar en extensión: “Decidir observar el sufrimiento de los demás no debería crearnos mala conciencia, pero tampoco debería ser motivo de orgullo. En primer lugar, porque tanto lo imagen como el verbo son necesarios, una para impactar la imaginación (siempre demasiado pobre), y el otro para ayudarnos a entender. En segundo lugar, porque, aun con la mejor voluntad del mundo, la representación no sustituye la experiencia. Ningún bombardeo filmado puede producir el efecto de las bombas que nos caen en la cabeza, de los cuerpos de los seres queridos que sacamos de los escombros. Es sin duda una de las razones que explican que las guerras, los acontecimientos más representados en la historia de la humanidad, sigan produciéndose”.
Desolador, sobre todo para este país tan hábil en reinventar sus guerras porque, precisamente, el dolor y la mayoría de las víctimas están muy lejos de los poderosos. Piense, no más, en la distancia entre Tierralta y el Congreso de la República, en Bogotá. Dejo esta columna como mi testimonio de haber visto a María del Pilar y a su hijo, el homenaje más inútil de todos.
@afajardoa