De las reuniones familiares y de aquellas donde prevalece el interés burocrático quedan las selfies, los compromisos, a veces los disgustos; del encuentro donde bulle la verdadera conversación, el hablar-por-hablar-, suerte de estética difusa de la digresión puesta en la mesa de un café, guardamos el regusto íntimo por lo charlado, por lo andado al calor de la palabra ocurrente.
En la tarde caleña de un martes de octubre y en torno a dos tazas (que no las tres de José María Vergara y Vergara) de chocolate y un jugo de mango coincidimos dos profesores y un estudiante universitario. No obstante las brechas generacionales de por medio, la conversación se manifiesta como un tejido en cuya trama surgen diversas puntadas convergentes. Saltan los hilos del saludo, uno de los cuales sirve para enlazar un comentario intrascendente sobre el clima. En la fusión de trama y urdimbre es el estudiante quien nos traslada, como si fuésemos en la alfombra mágica verbal, a la región de Quebec, en Canadá, donde acaba de culminar una pasantía de investigación acerca de la dramaturgia autoficcional. Algo digo sobre Jean Genet; alguien menciona el nombre de Fabio Rubiano.
Circunspectos, escuchamos (como demanda Jonathan Swift en las Sugestiones para un ensayo sobre la conversación); el silencio implanta sobre la mesa su bandera transparente. Tras la referencia a la biblioteca de un recinto académico universitario, yo recuerdo de pronto (sí, porque el santo y seña de toda conversación es el 'de pronto', el 'resulta que', el 'a propósito') una página memorable de la novela de Yoko Ogawa La policía de la memoria, donde la gente perdió el recuerdo de innumerables objetos, entre ellos los libros, que se amontonan entre anaqueles, polvo y olvido, sin que se sepa muy bien para qué diablos sirven.
Volvemos de esa isla a nuestra mesa. A nuestros temas. A la madeja que ovillamos y desovillamos conforme a la ocurrencia. Ahora es el viaje ese dibujo que juntos intentamos trazar en el lienzo del aire. La progresiva derechización del Primer Mundo, del Norte Global, incide en el recorte de becas que siempre han caído bastante bien en las manos de profesores, investigadores y estudiantes geolocalizados en nuestro Sur Global. De pronto el asunto en la charla, en el palique, no es tanto lo académico como sí lo migratorio. Los controles fronterizos que Alemania, por ejemplo, impondría en favor de un cinturón más apretado que regularía el ingreso de extracomunitarios. Recuerdo que algo de eso vi el pasado mes de mayo en Lindau, sita entre Austria y Alemania, por donde pasé en una de las tantos ires y venires del viaje en bicicleta.
De nuevo el silencio. Un 'Ajá' por aquí, un 'Vale' por allá, un 'Cierto' común.
El arte de la conversación tiene mucho de libertad y de condescendencia. Lo que menos cabe en la laxitud de su tejido es la corrección del otro, aun cuando es difícil no deslizarse por el tobogán de la interrupción. Lo que importa es que al intervenir podamos lanzar al vuelo el carretel donde se ovilla nuestro anhelo por un nuevo decir.
Al caer la tarde llega otro estudiante a la mesa. Es mi hijo, pronto a cumplir sus veinte años de vida. La brecha generacional se ahonda. Ya son dos jóvenes al lado de dos viejos profesores. De pronto uno de ellos se refiere a Aurora, la cantante noruega que visitará de nuevo a Colombia. A propósito de conciertos musicales surgen entonces los nombres de Paul McCartney, de The Rolling Stones y de Depeche Mode, que mi amigo profesor ya vio en otros conciertos. Son nombres en todo caso comunes a los cuatros, con todo el peso contundente de la noción de Clásico.
Cae aún más la tarde y con satisfacción comprobamos que los dos jóvenes escuchan sin que los teléfonos celulares apremien en sus manos, a diferencia de mi amigo y yo, quienes parecemos atados de forma impulsiva a esa no-cosa. Pero no hubo selfie: ¿para qué más imágenes que las de estas palabras luminosas?
De cierta manera toda conversación es fugaz, banal, vanidosa y excesiva. Escribir sobre ella, es decir, tratar de recuperarla en la pantalla o el papel, es una de las batallas perdidas, de las tantas fallidas que protagoniza la memoria. Porque es gracias a que olvidamos que la conversación se renueva, a pesar de que del otro escuchemos (o al otro le digamos) una y otra vez la misma anécdota, el mismo chisme, la misma ocurrencia.
En la conversación las palabras llegan con trajes aparentemente nuevos y terminan usando las mismas camisas de siempre, que se mantienen lustrosas y en su punto dado que después de toda charla queda mucha tela por cortar.