No es posible escribir estas líneas sin sentir una profunda tristeza e impotencia. Tal vez sea eso que suelen llamar “dolor de patria”. Cómo no sentir algo semejante si durante la última semana las noticias de la muerte nos llegan por diferentes vías.
De un lado, las noticias diarias de la evolución de la pandemia en nuestro país que ya dan cuenta de catorce mil ochocientos diez fallecidos (a 15 de agosto de 2020). De otro lado, las noticias de muertes inexplicables ocurridas bajo el amparo de la impunidad: dos niños vilmente asesinados mientras acudían a entregar una tarea escolar entre los límites de Nariño y Cauca, otros cinco en un cañaduzal del Valle del Cauca, y otros nueve más durante la noche del 15 de agosto en el municipio de Samaniego (Nariño), que en lugar de estar llorando la perdida de esta jóvenes vidas, debería estar celebrando su tradicional “concurso de bandas” en sus acostumbradas fechas.
Además, mientras esto ocurre, cerca de treinta familias huyen desplazadas en Caño Negro, Montes de María, todo sin contar el largo número de líderes sociales e indígenas que fallecen a diario a manos de balas asesinas. En lo que va del 2020, supera ya los sesenta líderes y lideresas asesinados que habrán de sumarse a los doscientos cincuenta que perdieron la vida durante el 2019.
En este escenario de desolación estamos solos. Resulta imposible esperar la protección y ayuda del Estado a través del gobierno nacional, quien se ha desentendido de la situación actual del país, el olor a muerte no logra perturbarlo. Completamos ya cinco meses de un encierro desesperante, que aceptamos bajo la idea de que las autoridades aprovecharían para procurar mejores condiciones en la infraestructura sanitaria del país para enfrentar la pandemia, pero no ocurrió así.
Lo que sucedió es que el gobierno aprovechó este tiempo para expedir cientos de decretos con los que se apoderó del Estado, encerró al Congreso y evitó así el control político propio de una democracia y finalmente se dedicó a gestionar una vergonzosa intromisión en las tareas de la rama judicial para procurar la impunidad del patriarca de un partido que hiede a muerte. Por esa vía, gracias a esa desatención estatal y al desarrollo de los particulares intereses del gobierno, van ya más de catorce mil muertos que quizá podían evitarse mediante la oportuna atención médica, pero que evidentemente no pudieron evitarse con un insulso programa de televisión protagonizado por el primer mandatario de la nación.
Así mismo, está la muerte causada por la violencia, esa misma violencia que ya hace parte de nuestras “tradiciones culturales” y que hemos luchado por erradicar, sin éxito. En los últimos cinco días, sumamos dieciséis muertes de jóvenes, personas que debían ser protegidas por el Estado y no abandonadas a su suerte, personas que soñaban con un futuro, que esperaban una lluvia de oportunidades y no de balas asesinas. No obstante, este escenario de muerte, desolación y violencia no debe sorprendernos, pues oportunamente se nos advirtió que el actual gobierno venía con la promesa de “hacer trizas” cualquier intento de paz, de poner al día “el asesinato aplazado” y de justificar las “masacres con sentido social”.
Estamos condenados a morir por la inacción de nuestras autoridades en uno u otro escenario, condenamos también a nuestros jóvenes, aquellos a quienes se suele llamar “el futuro de la nación”, a vivir sin esperanzas, sin sueños futuros, pues a nuestros “padres de la patria” la muerte solo les perturbará cuando las alcance la insoportable fetidez.
Un poema del inolvidable Bertolt Brecht, titulado Epitafio, rezaba:
Escapé de los tigres
alimenté a las chinches
comido vivo fui
por las mediocridades.