Todo empezó con una conversación durante el Hay Festival de Cartagena. Por pura casualidad estaba yo en la terraza del hotel Santa Clara en un coctel dado por la editorial Ramdom House y alguien me presentó un señor que se identificó como el Embajador de España en Colombia. En efecto se trataba de Ramón Gandarias Alonso De Celis. El caballero, rodeado de varias personas, me preguntó cómo me parecía Cartagena. “Bella”, le dije,” muy bella”. Respuesta corta y general para poder salir pronto del corrillo y escabullirme hacia la salida ya que estaba profundamente cansada.
Pero el señor embajador, queriendo ser conversador, decidió preguntarme si pensaba viajar a otras ciudades. Y yo, con gran entusiasmo le dije que mi esposa Ruth y yo nos dirigíamos hacia Mompox. Lo dije con entusiasmo; se notaba la alegría en mi voz pues para esta colombiana de 65 años, visitar a Santa Cruz de Mompox había sido de esos sueños mantenidos desde niña, desde la época en que uno consultaba enciclopedias empolvadas para poder terminar la tarea para la clase de historia patria sobre El libertador Simón Bolivar y Santa Cruz de Mompox”. Doce años tendría yo y por esas razones que solo la lectura puede explicar, me enamoré inmediatamente de un sitio y de un río que nunca había visto. Y claro está, de ese pequeño y frágil Libertador que según mi profesora de historia era el responsable directo de que los colombianos estuviéramos por siempre libres del “ yugo de la corona española.” Como buena alumna escribí con mi mejor letra Palmer sendas páginas sobre las ocho ocasiones en que Bolívar estuvo en Mompox, y calcando cuidadosamente la hermosa forma de nuestro mapa, marque el río Magdalena con un lápiz Prismacolor azul cielo y deposite un punto rojísimo indicando donde estaba la isla a donde el pueblo se encontraba. El pueblo que yo había amado sin verlo y esta sería ahora mi oportunidad, más de cincuenta años después de mi reporte de colegiala: adentrarme en la Colombia profunda para ver finalmente ese lugar.
Como se imaginará el lector, el señor embajador pareció entender mi gran entusiasmo y me preguntó en voz muy alta y autoritaria: “Pero por Dios, que vais a hacer allá?” Y cuando yo empecé a decirle algunas de mis razones, me interrumpió y hablando con voz urgente empezó a “despotricar” de mi mágica ciudad: “ Pero, mirad, allá no hay nada que ver, nada!!! No hay río siquiera y la carretera es malísima! Llena de huecos. Y el pueblo…pues es un pueblo con un calor infernal lleno de mosquitos. No hay nada que ver, les repito. Os aconsejo! No vayáis! Mompox es una “m…..” Yo, bastante sorprendida ante esta reacción poco diplomática de un diplomático, decidí no contestar. Un embajador de un país hablando así del país que lo acoge? A palabras necias, oídos sordos, pensé yo--- no sin antes especular que ese dicho debió haber sido una herencia directa que los españoles dejaron en esta tierra. Y diplomáticamente me despedí del señor embajador y sus acompañantes.
Quiero ahora decirles, que lo que encontré en el pueblo de Santa Cruz de Mompox fue lo que soñé encontrar cuando escribí mi tarea de historia patria: un sueño perdido. Un pueblito español total, como tantos por los que he tenido la suerte de pasar en España en medio de un calor infernal: Antequera, Ronda, Rosalejo, Jaén. Calles bellamente trazadas cuya rectitud siempre termina en una y otra plaza con la iglesia dominando el paisaje. Iglesias de torres circulares e imponentes. Iglesias de colores. Ventanas de hierro que parecían haber sido bordadas con un encaje grueso y oscuro. Mompox y sus casas y su cementerio y el río cruzándolo de punta a punta. Y su gente saludando siempre, deseosa de ayudarnos, de hablar, de contar historias. La Mompox de Simón Bolívar con la placa mostrando las muchas veces que llegó y partió del lugar. Los tres días pasados allí no fueron para nada suficientes.
Hubiera deseado quedarme por un tiempo largo adentrándome en su magia calurosa y esperando el atardecer al pie del río que ha marcado la historia de nuestro país. El río por el cual salieron nuestras riquezas para ser transportadas directamente hacia los galeones españoles. El pueblo donde nació nuestro gran poeta negro Candelario Obeso. El hombre que en 1877 escribió Cantos populares de mi tierra, el primer libro de poemas escrito por un afrocolombiano cuya fuente principal de inspiración fue la gente negra. Por su casa pasé y me detuve. La casa que mira al río que el también miró y del cual se enamoró. El poeta que tradujo al español a Shakespeare, Musset, Victor Hugo y Tennyson. El hijo natural de un hacendado blanco y una lavandera. El que escribió: “Nací humilde y soy fuerte.” Nuestro poeta que escribió versos que yo de niña memoricé con deleite. Como no acordarme allí en Mompox frente al rio de algunas de las estrofas de la canción del boga ausente:
Que trite que eta la noche
La noche que trite eta:
No hay en el cielo una etrella
Remá, remá.
La lista de lo que vi y admiré en Mompox es larga, muy larga. Y caminando despacio por esas hermosas calles vacías, no pude sino pensar de todo de lo que se perdió el ilustre señor embajador: museos, casonas, colegios, pájaros, música, el pacífico y blanco cementerio y claro está, las escaleras llevando a la orilla del río por donde tantas victorias y tragedias han sucedido. Afortunadamente no le seguí el consejo al no tan diplomático diplomático. Afortunadamente, 53 años después terminé con gran satisfacción mi tarea de historia patria.