En cada encuesta que les hacían a los anquilosados comentaristas deportivos colombianos sobre quién era el mejor futbolista de la historia siempre salía Pelé por delante de Maradona. Las razones que daban no tenían nada que ver con su desempeño en las canchas sino con su vida fuera de ellas. Camanduleros, hipócritas, lo mandaban a la hoguera cada vez que se descubría una fiesta llena de excesos, un nuevo tatuaje del Ché, una visita a Nicolás Maduro. Pelé era el anillo que les quedaba acorde a su tibieza, a su corrección política. “Un señor” decían. Sin embargo ese señor nunca peleó por los derechos de los futbolistas. El brasilero ha sido un títere perfectamente manejado por la FIFA, un alcahueta de los corruptos Joao Havelange y Joseph Blatter. Maradona siempre habló claro, y esa fue su condena.
En el Mundial de Italia 90 vimos su estatura como jugador y como guerrero. Con el tobillo hinchado como un melón jugó todo el campeonato. Las patadas que recibió toda la vida y la cocaína, habían mermado su físico. A los 30 años empezó su prematuro declive. Sin embargo los argentinos nunca olvidarán ese mundial. Ese año defendían el titulo obtenido en México 86, cuando Maradona se convirtió en el Diego de la Gente, en Dios. Él sólo derrotó a los ingleses y vengó la humillación en las Malvinas. Pero en el 90 Argentina arrancó mal, perdiendo ese partido inaugural contra Camerún. Diego, lesionado, se infiltró para jugar contra Brasil en octavos de final y le pintó la cara al equipo de Careca y Alemao con esta joya de pase a Caniggia.
Contra todo pronóstico el ídolo de Nápoles derrotó por penales a la poderosa Italia que tenía una presión mussoliniana por ganar ese campeonato. Los italianos nunca le perdonaron no sólo sacar a la Azurri sino el haber puesto en contra a la gente de Nápoles quienes en semifinales prefirieron hincharle a Argentina. No hay un caso de fanatismo tal que el que despierta Santa Maradona en Nápoles. La venganza fue terrible: lo persiguieron, lo sacaron del Calcio, explotaron sus debilidades y cuando se quería levantar le cortaron las piernas después de ese espectacular partido contra Nigeria en USA 94.
Maradona siempre fue una piedra en el zapato para el statuo quo, ese al que pertenece, casi en su totalidad, el viejo y decadente periodismo deportivo colombiano, esos futboleros asquerosamente anacrónicos, rezanderos, borrachines y uribistas que creen que los deportistas no deben opinar de política, los que creyeron que Diego era el diablo porque se tatuó a Fidel, al Ché y porque admiraba a Chávez. Esos, los que piensan que un modelo de futbolistas es el silencio cómplice y obediente de Pelé, hoy van a sacar toda su hipocresía para declarase admiradores de Dios, por aquello de que es pecado hablar mal de los muertos. Ojalá hoy tuvieran la entereza para expresar lo que siempre han pensado: que Diego no fue más que un indio de Villa Fiorito, con una gran boca y una gran nariz, un maldito castro-chavista que nunca dejó de ser un ñero. Ojalá, por un día, los periodistas deportivos colombianos tuvieran la valentía y la entereza que siempre tuvo Diego. Estamos tristes, ha muerto Dios.