Hay dirigentes políticos en Colombia a quienes no les ha bastado con llenarse de odios hasta el hartazgo. Estos personajes fueron metiéndose en la dinámica perversa de ir construyendo sus respectivas imágenes públicas creyendo que perfilaban un carácter firme y radical cuando en realidad estaban intoxicándose a sí mismos e intoxicando, por allí derecho, a una buena parte de la opinión pública.
Sí, hay quienes siguen cometiendo el error de confundir la hostilidad con la radicalidad, la grosería con la firmeza y el desafuero con la valentía.
Por ese camino fueron haciendo del odio el insumo principal de sus estrategias hasta el extremo de convertirlo en el método mediante el cual leen todo cuanto leen. El odio como método para leer la realidad.
No han podido entender que el odio no solamente causa un daño tremendo en la salud de quienes lo sienten sino que es uno de los peores y más expeditos caminos para distorsionar y corromper la realidad. El odio conduce a error.
En política, uno de los primeros yerros del odio consiste en negarle al adversario toda posibilidad genuina de equivocarse. Toda acción que los indisponga corresponde a alguna conspiración derivada de la maléfica condición del “enemigo”. Ni por un segundo puede dejar de mirarse la política sin la sospecha moral constante, luego jamás se escuchan del adversario sus planteamientos sino que se descifran sus patrañas.
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Ni por un segundo puede dejar de mirarse la política sin la sospecha moral constante, jamás escuchan del adversario sus planteamientos sino que se descifran sus patrañas
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La política pierde entonces su instinto de diálogo para convertirse en un circo romano, en un tropel de sordos.
Desde hace meses venimos viendo esfuerzos delirantes cuya obsesión consiste en hacer ver que todas las fallas del proceso de paz de La Habana corresponden a la perfidia inmarcesible de los enemigos de la paz, que toda perturbación al paraíso prometido de las Farc se debe a la maldad sempiterna de los “hacetrizas” de la paz.
En el fondo, de lo que se trata es de responsabilizar, a cualquier precio, a los adversarios políticos de cualquier fracaso de unos acuerdos que convirtieron en religión como por arte de magia.
¿Cómo así que los acuerdos con la Farc son incuestionables?
¿Cómo así que no se les puede preguntar a los militares y a los guerrilleros que se sentaron en una mesa especializada durante más de cinco años para prevenir que las zonas de la desmovilización no fueran retomadas por el crimen y fracasaron en absolutamente todas?
¿Cómo así que el “el mejor proceso de paz del mundo” terminó dividiendo, aún más, al país antes que unirlo?
Mínimamente hay que entender dos cosas:
Que no todo aquel que le haga críticas al proceso con las Farc es un enemigo siniestro de la paz y segundo, que esos acuerdos no son una religión sino un acuerdo político que puede y debe ser rectificado y mejorado para salvar lo que valga la pena.
Esto a riesgo de que el odio y el dogmatismo no terminen haciendo trizas lo poco que queda