A principios de 1945 el sur de Italia era un amasijo de carne y hierros retorcidos. La segunda Guerra Mundial era un monstruo devorador que consumía todo a su paso. Sobre la mesa del comedor el niño Eugenio Barba veía como su madre le acariciaba el cabello al cuerpo magullado de lo que alguna vez había sido su padre. Desesperada, le pidió a su hijo que fuera a buscar en cualquier parte un pedazo de hielo para impedir la descomposición prematura. Con sus pies descalzos recorrió las ruinas de Gallipoli buscando el hielo que le permitiera ver, por unas horas más, el cuerpo intacto de su padre.
Setenta años después, Barba, con el pelo blanco, la cara angulosa y dura, como esculpida a navajazos, va acomodando a los espectadores en los asientos del Teatro Estudio del Julio Mario Santo Domingo. En cinco minutos, la sala está llena. En el centro, un rectángulo de tabla representa no sólo un escenario sino un universo. En la programación está escrito que la obra se inspiró en los asesinatos de dos escritoras rusas que habían cometido el pecado de oponerse a la guerra contra Chechenia, pero al ver el cuerpo tendido de un niño sobre una mesa, uno puede ver que Barba ha extrapolado sus recuerdos y los ha traído al futuro. Ese que está acostado e inerte frente a nuestros ojos, son todos los muertos que ha dejado un siglo de guerras.
El actor Kai Bredholt está vestido de mujer. Se agacha sobre la mesa que también es un féretro y le pone en la boca dos cucharadas de sopa. “He lavado cinco cadáveres en mi vida. Los cuerpos de cinco hombres, los cinco hombres que amé”. Es el año 2031 y la tercera Guerra Civil ha devastado Europa. Desde Colombia ha llegado un jovencito, interpretado por Sofía Monsalve, que busca a su padre con la misma desesperación que lo hacía Juan Preciado en Comala. Una virgen negra se contorsiona de dolor por todas las almas caídas, mientras un rockero cincuentón nos canta una extraña versión de Everybody knows: Todo el mundo sabe, la guerra ha terminado, todo el mundo sabe que los buenos perdieron. El público permanece atento, es mejor no esforzarse a entender la trama de la obra, lo ideal es perderse en las imágenes, en las sensaciones que provoca ver a una mujer ahogándose entre una bolsa de plástico o el ruido incesante de una gota de agua cayendo sobre un tazón de lata. El reto para el espectador no es el de entender, sino el de sentir.
“Me descubro pensando que uno de los totalitarismos más refinados de nuestro tiempo es la obligación de claridad, el estado del no-comprendo” dice Barba que ha visto como el monstruo de la guerra se comió a Europa, a África, a Colombia. En el Odin Teatret, grupo que él fundó en Noruega en 1964, hay gente de varias partes del mundo. Incluso es una colombiana, Sofía Monsalve, la protagonista de La vida crónica, la puesta en escena que lo ha traído de nuevo a Bogotá. Al verla a ella actuar casi qué hora y media con los ojos cubiertos por dos pedazos de ostras, uno no puede dejar de pensar en el inmenso esfuerzo físico que demanda estar en el Odin Teatret. “Una mirada de Eugenio te puede matar, pero también te puede inspirar” Dice Sofía, hija de Juan Mosalve, el creador del Teatro de la Memoria.
Eugenio Barba no le concede nada al espectador, con su dedo nos señala: hemos visto demasiado para ser inocentes. Con esas monedas que caen todo el tiempo sobre el escenario han comprado nuestra conciencia y la verdad sea dicha, hemos salido demasiado baratos. Una mujer gorda y triste llora el tiempo por Yusup, su amado esposo que fue consumido por la guerra, mientras dos encapuchados intimidan a los sobrevivientes de la guerra con sus linternas acusadores. Hay tristeza, dolor y una alegría retorcida, la alegría del enemigo que ve a su víctima aplastada. Hablan en varios idiomas pero las imágenes tienen un poder hipnótico y es inevitable no sentir que Barba vino al país a contarnos lo absurdo que ha sido nuestro conflicto.
La hora y media se pasa rápido, se encienden las luces y queda un hueco a la altura del pecho. Salimos con la cabeza gacha, achantados, culpables. Hemos visto demasiado para presumir de inocentes. Nos miramos las manos y constatamos que las tenemos manchadas de sangre.