Estaba Maturana frente a las preguntas insidiosas de los periodistas. Minutos atrás, su equipo, Caldas, había perdido 2-0 como local. En medio de su desencanto, confesó que era el partido que no debía haber perdido y después dejó entender que su renuncia aún no estaba lista.
Era otro Maturana. Distante de aquel que llegó a dirigir por primera vez a Caldas. Joven, con el horizonte amplio y abierto. En ese tiempo, los medios recordaban su paso como jugador. Excelente defensa centro que jugó la mayor parte de su vida en Nacional, pasó por Bucaramanga y terminó en el Tolima. Campeón dos veces, en el 73 y en el 76.
Todos, en ese tiempo, admiraban su fútbol limpio, su técnica. Maturana sabía despojar a los delanteros rivales sin acudir a artimañas violentas. Sabíamos, además, que era odontólogo.
Fueron tan buenos los resultados dirigiendo al Caldas, que la directiva de Nacional lo llamó para que emprendiera un proyecto ambicioso. Todos los jugadores debían ser colombianos y el modelo futbolístico debía ser el de un juego vistoso, con balón a ras de piso, con trato exquisito de la pelota y que terminara en goles y títulos.
Y así ocurrió. Nacional, en el 89, obtendría por primera vez la Copa Libertadores, y, además, Maturana era el técnico de la Selección Colombia. Había jugado un excelente torneo en la Copa América que tuvo lugar en Argentina, en el 87.
Y para llegar a un punto todavía más alto, Colombia había clasificado al Mundial de Fútbol de Italia. Maturana había llevado al fútbol del país a las élites mundiales, se codeaba con los mejores entrenadores del mundo. Arrigo Sacchi, del Milán, era uno de sus amigos más notorios.
El fútbol colombiano había cambiado del cielo a la tierra. De esas selecciones defensivas y temerosas de los grandes equipos, Maturana y los suyos pasaron a jugar de tú a tú, de imponer un fútbol abierto y vistoso. Hasta el ‘Loco’ Higuita tenía luz verde para salir del arco y unirse al toque virtuoso del equipo.
Esa estética y efectividad que Maturana defendía fue llevada al Mundial de Italia. Allí, creo, Colombia jugó el mejor partido que una selección del país haya exhibido en la historia de los mundiales. Había que ver a los alemanes, que después fueron campeones del mundo, sometidos a las condiciones que los muchachos de Maturana imponían en el terreno.
La Colombia de ese mundial mereció el elogio de Pedro Escartín, uno de los grandes teóricos del fútbol, que afirmó que Colombia fue la selección más novedosa desde el punto de vista táctico.
A Maturana le hicieron libros, los medios no se cansaban de entrevistarlo, sus frases reflexivas terminaban en titulares de los grandes diarios. Era Maturana uno de los personajes de más relieve en el país.
Pasarían unos años y nos encontraríamos en la eliminatoria del 93, una de las épocas más deslumbrantes de la selección. Maturana logra la llamada independencia de Argentina, con aquel maravilloso y luego terrible 5-0 sobre los rioplatenses. Maturana, en la cúspide. En carro de bomberos, recibido con honores por el Presidente de la República. Maturana, campeón del mundo, decían por ahí.
Llegó el nefasto Mundial de Estados Unidos. El peor de los fracasos en un mundial, y ya nada sería igual.
Maturana se marchó a dirigir al Atlético de Madrid del inefable presidente Jesús Gil. Todo fue adverso. Saltó a la selección de Ecuador, pero no clasificó al Mundial del 98 y no le renovaron contrato. Y un día, en una extraña decisión de los directivos de Millonarios, Maturana resultó en el equipo bogotano. En medio del odio que había entre las hinchadas de las dos divisas (la de Nacional y Millos), Maturana llegó a devolverle a Millonarios el prestigio perdido.
No hubo manera de que el equipo saliera a flote. Los refuerzos que el chocoano había pedido no rendían y los demás jugadores andaban en un nivel muy bajo.
Maturana debió irse con el equipo en los últimos lugares de la tabla, con los despiadados ataques de la prensa bogotana. Los que cubríamos fútbol nos habíamos olvidado de sus logros y le criticábamos sin clemencia. El periodismo suele fijar su mirada en el presente y se olvida del atrás y de proyectar el futuro.
Maturana dirigió la selección de Costa Rica y luego la de Perú. Una derrota con Argentina en Lima lo llevó a la destitución, pese al apoyo de dirigentes y del propio presidente Alberto Fujimori.
Volvería en 2001 a la Selección Colombia. Obtuvo la Copa América por primera vez en la historia, pero los jugadores ya no eran los mismos. Aquellos grandes futbolistas de maravillosa inventiva habían colgado los guayos. Maturana se marchó por la puerta de atrás en la eliminatoria. Iría a Argentina, a Trinidad y Tobago, a Arabia, sin mayor ruido ni resultados.
Supimos después que hacía parte de un comité asesor de la Fifa y, como suele suceder, el chocoano gozaba de más prestigio afuera que en el país.
Hace unos meses decidió regresar al banquillo, como a rescatar ese tiempo perdido de los inicios en el Caldas, con jugadores distintos, con más atletas que dominadores de balón y con la prensa expectante, fría, con escasos recuerdos de su importancia en el fútbol del país.
A mí, que fui testigo de la gran transformación que Maturana aportó al fútbol, me conmovió ver su imagen distinta. Su voz queda y ese halo de nostalgia de los tiempos idos. ¿Se estancó después de sus grandes logros?, ¿cambió el fútbol y él se quedó en sus teorías de antes? Solo él sabe qué ha sucedido en su vida.
A mis manos, como una especie de justificación de su momento, me llegó ‘El arte perder’, un poema de la norteamericana Elizabeth Bishop, que dice: “… pierde ciudades, nombres, y en Lepanto pierde una mano, un destino, una moza: nada de esto será para tanto”. Concluía ella que el arte de perder no cuesta tanto.
* Columnista de RED+ Noticias