No aparece, no responde correos, no coge el teléfono.
Dos semanas después, Bob Dylan, con su sombrero alón, sus botas de vaquero, su guitarra en bandolera y sus 75 años en la mochila, no dice ni mu sobre el Nobel de Literatura que le asignaron.
En los quince días primeros, cuando los elegidos conceden entrevistas a granel y familiares, amigos, colegas, compañeros de colegio, vecinos de barrio, médicos tratantes y demás, también viven su cuarto de hora frente a las cámaras, el último beat, como lo llaman los expertos, fiel a su estilo Kerouac, sigue andando campante la carretera.
Es un arrogante, un maleducado, un patán. Incluso un displicente.
(Hace diez años asistí a uno de sus conciertos en España -Alcalá de Henares– y constaté que, luego de una larguísima espera, al materializarse por fin la leyenda en la tarima, ya la idolatría del público era suya. Total e incondicional, a pesar de su autismo durante cerca de tres horas. Y no es por cómo dice lo que dice, canta regularete; es por lo que dice. “No habría música si no hubiera letra; las letras de las canciones no las escribo solamente para cubrir el expediente, las escribo para que se puedan leer”. Pura sustancia).
Así lo califican literatos con espíritu de porcelana, casi todos ofendidos –están en el derecho de estarlo- porque el Nobel ahora sí se “putió” del todo. (Tal cual se lo escuché, en vivo y en directo, a un escritor en Medellín, cuyo nombre me reservo, por cuenta de que fue una expresión de corrillo). Y es probable que lo sea, el caso es que serlo o no serlo, no debió ser razón para que la Academia le otorgara el “gordo” que muchos escritores nunca consiguieron. (Borges, Cortázar, Kafka, Joyce, Virginia Woolf… ¿Qué pensarán si es que todavía piensan?)
Como también es probable, y comprensible además, que los candidatos que en los últimos años han punteado el top ten de las apuestas estén decepcionados. (El revelador Adonis, el aburridor Murakami, el fascinador Philip Roth que sí que lo merece).
Escritores a quienes admiro –algunos a quienes conozco y aprecio- están a la cabeza del No a Dylan, con argumentos que quienes estamos en el pelotón del Sí –de un tiempo a esta parte, el trauma del plebiscito se manifiesta en cualquier tema, qué jartera- respetamos pero no compartimos.
(No me arrogo ninguna vocería; solo creo sintonizar con el sentir de muchos que no somos apostadores ni críticos ni integrantes del glamuroso círculo de las letras. Apenas sí somos lectores compulsivos, caóticos y viscerales; unos locos por los libros a quienes no escandalizó que el Nobel hubiera hecho ¡Bob!, como tampoco nos escandaliza leer en cualquier medio y lugar, dejar una novela empezada o no gustar de un autor por famoso que este sea).
Un poeta potente, que recrea la fuente primigenia de la literatura
que desafía la creencia de que un muro de hormigón
separa lo culto de lo popular
Considerar a Bob Dylan un cantautor de esos que se dan silvestres, es desconocer el fondo literario que se manifiesta en su lenguaje. Con o sin música, sus letras se defienden solas. No es sino degustarlas para comprobar que es un poeta potente, que recrea la fuente primigenia de la literatura, que desafía la creencia de que un muro de hormigón separa lo culto de lo popular, y que encarna el signo de los tiempos que cuestiona cultos. El hermetismo de la literatura, por ejemplo. Sin que por eso el mundillo tenga que estar “de luto” al decir de ciertas plañideras literarias. No, señores, conveniente es despelucarse, un tris aunque sea, para allanar el camino entre las artes. Lo que vale, vale, no necesita de un Nobel para legitimarse.
Yo no sé si la Academia Sueca se lució o se pifió –me tiene sin cuidado-, de lo que si estoy segura es de que no fue una burla o una provocación o, mucho menos, una irreverencia. Ojalá, pero imposible. En un país nórdico, monárquico y resuelto no tienen cabida las irreverencias. Sobre todo tratándose de un premio salpicado por la correcta política y el eficiente lobby. (Que lo diga el mediático novio de la Presley).
El caso es que a Dylan, que reconocimientos los tiene todos, uno más, así sea el más codiciado, ni le quita ni le pone, la gloria desde hace años le pertenece. Y no sería de extrañar que al igual que Pasternak, Sartre y Solzhenitsyn, rechazara tal honor.
Gajes de la coherencia, en este caso.
COPETE DE CREMA: Las palabras más bellas y generosas respecto del Premio las pronunció otro grande de la música y las letras, Leonard Cohen: “Para mí es como ponerle una medalla al monte Everest por ser el más alto del mundo. Dylan es tan grande, que el premio es apenas un detalle, además de una obviedad”. Lo dicho: el Nobel se ganó un Dylan.