Yo me había comunicado con Tania anteriormente por mensajes de texto, y le había comentado sobre lo que quería hacer con su historia, que no era algo diferente a lo que voy a hacer ahora: relatarla. Ella, sin mucha amabilidad al principio, aceptó decirme cómo, por qué y cuándo había llegado a la Argentina. Y me aclaró, en un par de oportunidades, que no me iba a contar mucho más que eso. Debo aceptar que llegué a pensar que este intento mío por conocer de primera mano la vida de una prostituta colombiana, radicada en el exterior, iba a ser un fracaso.
Pero como soy tan terco, decidí ir a visitarla y escuchar lo que ella me quisiera narrar. Tras tocar el timbre del departamento 2 E, de un antiguo pero hermoso edificio ubicado a escasas cuadras del obelisco porteño, escuché por primera vez la voz de Tania, que me indicaba que en pocos segundos ella bajaría a abrirme la puerta. Y así ocurrió, lo que hizo que tres minutos más tarde yo estuviera entrando al lugar de residencia de una joven colombiana que ejerce el oficio de la prostitución en la capital de la Argentina.
“Siga, Andrés, y póngase cómodo. Siéntase como en su casa”, me dijo Tania, luego de abrir la puerta de su vivienda. El lugar era pequeño, lindo, fresco, olía bien, tenía un sofá que me permitió relajar mis piernas cansadas de tanto pedalear, y el género musical que salía de los parlantes del televisor era, obviamente, el favorito de Tania: la salsa. Y no cualquier salsa. Eran canciones del grupo niche. Porque esa salsa que, según ella, “se baila con el alma y no con los pies” es la que hace emocionar a la muchachita caleña de 23 años que, ya para ese momento, parecía tener una actitud un poco más amable conmigo.
El cuerpo de Tania, que no debe superar los 165 centímetros de estatura, está envuelto en una hermosa piel bronceada, su cabello –tinturado con un colorante artificial- es rubio, sus ojos son claros y la sonrisa que se dibuja en sus labios esporádicamente es cautivadora. No exagero al decir que es una de las mujeres más bellas –físicamente hablando- que se han parido en Colombia. Su acento es marcadamente originario del Valle del Cauca, aunque el lunfardo ha influenciado notoriamente el léxico que utiliza para comunicarse conmigo. Viste un pantalón blanco que se pega a sus piernas, una camisa con botones de color azul claro, y una cinta blanca -que pasa por su frente y se esconde detrás de su larga cabellera- que cumple las funciones de una vincha.
Tania me pregunta si quiero tomar gaseosa y yo, con seriedad, le respondo que no tomo ese tipo de bebidas, a menos de que la Coca Cola que me está ofreciendo esté mezclada con el licor que contiene la botella que está sobre la mesa del teléfono. Soy amante furioso del fernet, así que no podía contestar otra cosa. A Tania mi comentario le causó gracia, por lo que ella soltó una carcajada. “Sos un borrachón igual que yo, supongo. Ahora vos y yo nos entendemos mejor, porque pensaba que eras un pelotudo moralista, como todos los que creen que tomarse un traguito un lunes por la tarde es señal de perdición”, me dijo, mientras se acercaba a la mesa blanca para tomar con sus manos la botella de Branca y preparar dos tragos.
Tania me contó su historia, durante poco más de 30 minutos. Yo no pregunté gran cosa. Ella misma se dedicó a contarme cómo fue su vida, a grandes rasgos, y me compartió su experiencia en la ciudad de la furia que yo, a continuación, les voy a resumir. No obstante, hay cosas que me pidió que no publicara, como su nombre real.
Tania está radicada en Buenos Aires hace poco más de tres años, y vive de cobrar por tener sexo con varones hace casi 2 años y medio. Ella vino a Buenos Aires persiguiendo el sueño de estudiar medicina, pues en Colombia era prácticamente imposible que lo pudiera cumplir. “Yo no creo que mi país sea una mierda, porque allá hay personas buenas. El problema es que los buenos callamos, y por eso los malos se parrandean el destino de todos nosotros”, aseguró, cuando yo le pregunté qué pensaba acerca de los políticos colombianos. Tania intentó entrar a la Escuela de Medicina de la Universidad del Valle, pero no lo logró. Por eso, tras escuchar a un compañero de trabajo que le comentó que acá la educación era gratuita, decidió lanzar al carajo su empleo de vendedora telefónica de seguros, endeudarse con un tío y salir del país. Lo que más le costó, sin dudas, fue haberse separado de su pequeña hija, que había nacido cuando Tania tenía 18 años de edad.
Según lo que ella me narró, en principio su plan era trabajar para mandar algo de dinero a Colombia y poder estudiar. Su madre, por supuesto, no es rica y ella tiene claro que debe responder por su niña. Pero por culpa de su mínima formación académica –pues solamente culminó el bachillerato-, los empleos que consiguió acá no le daban un rédito económico suficiente que le permitiera vivir bien, estudiar y enviar dinero a Colombia. Sin embargo, a los pocos meses, algo iba a ocurrir en la vida de Tania, abriendo de esta forma el abanico de opciones laborales para ella. La amiga de un compañero de clases, y a quien ella no conocía, estaba incursionando en el mundo de la prostitución, y su amigo se lo expuso. Algo que llamó poderosamente la atención de Tania fue el dinero que la mujer ganaba por vender su cuerpo, pues las cifras de las que hablaba su amigo no eran para nada despreciables. Durante varias noches Tania, según sus propias palabras, “lo consultó con la almohada”, hasta que se decidió a probar suerte, buscando ganarse la vida entre sabanas. “Mi amigo me prestó la guita –dinero- que debía pagar a la página web para que me contactaran con los clientes, y me tomó las fotos desnuda que subí a ella. El primer cliente, por suerte, era un pelado joven, como vos. Me contrató por tres horas y le cobré 1500 pesos argentinos (casi 800.000 pesos colombianos) que, en esa época, era la tercera parte de lo que yo cobraba al mes, en mi trabajo de call center. En ese momento descubrí que el negocio de ser puta colombiana, acá en Argentina, sí paga. Y por eso no lo dejo”, me relató en algún momento, mientras yo escuchaba con atención y mirando fijamente sus ojos verdes. Actualmente Tania gana al mes, en promedio, una suma de 30 mil pesos argentinos (casi 10 millones de pesos), trabajando solamente de viernes a domingo en hoteles de 3, 4 y 5 estrellas. A Colombia envía, por mes, casi 1.500 dólares, para la manutención de su hija, y a su madre –quien cuida a la niña- le dice que acá consiguió un muy buen trabajo en un hotel y que sigue estudiando medicina, aunque le asegura que le va mal porque el tiempo no le da para estudiar con mayor dedicación. Ella, además, afirma que le va muy bien acá porque a los argentinos les encantan las colombianas.
Tania asegura que los colombianos la podrían odiar porque, según ellos, su oficio hace quedar mal el nombre del país en el exterior. Sin embargo, ella está convencida de que no hace nada malo, porque no está matando ni robando. Yo, claramente, estoy de acuerdo con Tania y, además, culpo a Colombia por haberle cerrado los puertas a esta y cientos de chicas más que deciden ser putas porque les resulta imposible ser doctoras. En todo caso, y aunque sea difícil de entender, me imagino que la mayoría de hipócritas de mi país que lean esto van a pensar mal de Tania y/o de mí. Pero, con todo respeto, les cuento que a ninguno de nosotros nos afecta lo que digan los patronos de la moralidad en el país de la infamia. Tania va a seguir siendo puta en Buenos Aires, y yo voy a seguir recogiendo historias como estas, para contárselas a una nación que vive con la cara colorada.
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