Lo que naufragó en medio de la marejada humana en las calles de Colombia el pasado 21 de noviembre fue la derecha política. No tanto el gobierno que hoy la encarna y padece una crisis autoinflingida producto de su persistencia en tratar de gobernar con una minoría política en el Congreso, sino la derecha como proyecto político.
Porque el paro nacional nació principalmente como una protesta sindical, a la que se sumaron luego muchas fuerzas sociales, por una serie de ideas que flotaban en el ambiente académico y gubernamental, cuyo efecto era deteriorar las conquistas laborales y el mercado de trabajo, como la manera ideal de estabilizar la economía en el futuro inmediato, mientras se creaban estímulos empresariales. O sea, para decirlo en una frase: el planteamiento de un modelo económico que favorecía al capital a costa del trabajo, que es la definición de la derecha en el campo económico.
El hecho de que ninguna de esas propuestas se hubiera radicado en el Congreso, donde igual no habrían tenido éxito, no impidió que el daño se produjera. La gente del común, que no es tonta, entendió que ese es el espíritu que alienta al partido de gobierno. Sale a marchar pacífica y multitudinariamente para enterrar en las calles esas iniciativas, como de hecho sucedió. Otra cosa fueron los desórdenes orquestados y pagados, y otra los saqueos esporádicos. Tres cosas diferentes en un solo día de caos verdadero, que no se deben confundir.
El entierro masivo, de primera clase, de la derecha, es el hecho político sobresaliente del paro nacional, aunque no hubiese sido convocado por los partidos políticos independientes o de oposición, pues todo paro nacional es político y tiene consecuencias políticas. Las de éste son varias. Lo primero, expresa una gran indignación popular que surge de manera espontánea y que no puede ser recogida como un triunfo por ningún dirigente político. Lo segundo actúa como una barrera de protección contra iniciativas que busquen el deterioro de las conquistas laborales, el mercado de trabajo o la seguridad social. Lo tercero y más importante, cierra políticamente el paso a la derecha que representa esas iniciativas y abre la puerta a la izquierda o al centro izquierda, cualquiera que sea el más capaz para interpretar ese clamor popular.
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El paro expresa una gran indignación popular que surge de manera espontánea y que no puede ser recogida como un triunfo por ningún dirigente político
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Como fue consecuencia de un movimiento social el gobierno reacciona convocando una conversación durante cuatro meses, con las fuerzas sociales que son tantas y tan variadas, sobre una agenda genérica de seis puntos: lucha contra la corrupción, educación, cierre de brechas sociales, paz con legalidad, medio ambiente y crecimiento con equidad. Cada uno de esos puntos que son un tanto trasversales a toda la sociedad, deberían precisarse en asuntos muy concretos e importantes que no se mencionan, como son el régimen tributario, la reorganización de la justicia, del sistema político, la seguridad social, los servicios públicos, la ética de lo público y la descentralización, todos ya muy analizados por personas competentes en un país sobre diagnosticado.
El punto central es que esa conversación nacional no debería sobre la eficacia de las políticas gubernamentales en curso, que es una responsabilidad administrativa, para lo cual solo se necesita voluntad política y organización, sino sobre las reformas de fondo que la gente está pidiendo y que una vez precisadas tendrán que ser presentadas al Congreso de la República, donde el gobierno no tiene mayorías. Esa es la nuez de la crisis política.
Inevitable la comparación con el Gran Debate Nacional propiciado en Francia a principios de este año por Emmanuel Macron, luego de la protesta de los chalecos amarillos, nacida al margen de los partidos, en las provincias, por el deterioro de la economía de las clases medias, que casi acaba con su gobierno. Convocado nacionalmente, con una agenda de diez puntos, con algunas líneas rojas, no solo se refería a los motivos de la protesta, sino que buscaba analizar nada menos que el papel de Estado y sus relaciones con los ciudadanos, terminó el 16 de marzo pasado. La idea resultó afortunada para calmar los ánimos. Casi dos millones de franceses participaron en los 10.000 encuentros que tuvieron lugar en todo el país para discutir temas preestablecidos, se recibieron más de 1,8 millones de comentarios por internet y hubo 16.000 libros de quejas abiertos en las alcaldías. La gran agenda quedó en veremos pero el Gobierno ha aceptado bajar el IVA en ciertas categorías de productos, ajustar las pensiones a la evolución de la inflación y aumentar el salario mínimo. Algo que se sabía desde un principio y hubiera podido hacerse sin tanta conmoción. ¿Algún parecido?
Es que a los ciudadanos hay que oírlos. Pero como cada quien tiene una idea de cómo deben ser las cosas y cómo se deben proteger sus intereses, aquello se convierte en un memorial de agravios de nunca acabar y de nunca cumplir. Para esos debates es que está el Congreso y para el trámite de esos debates es que sirve la política. No hay movimiento popular por fuerte que sea que pueda cambiar para bien la democracia representativa por una democracia participativa a ultranza, un estado de opinión, que sólo alienta el autoritarismo. Si no se rescata el papel de la política y de los partidos, será una conversación sin consecuencias. O se solucionarán algunos asuntos urgentes, no los importantes.
Y la coda: el poder político, que hoy parece un huérfano desamparado, irá a dar a quien mejor interprete lo que la gente quiso decir en las calles el pasado 21 de noviembre. ¿Quién será, Dios mío?