Desde que empezó todo el escándalo del hijo de Petro –los dineros que recibió de un grupo de narcotraficantes costeños–, más de uno viene reconociendo que este país es un narcoestado, que todo lo que le pasa no es otra cosa que la ejemplificación nietzscheana del mito del eterno retorno. En otras palabras, la repetición algo parecida de los mismos acontecimientos que un día conoció.
En ese pasado, no tan remoto, si hacemos memoria, alguna vez supimos que dineros calientes entraron a patrocinar una campaña presidencial: Ernesto Samper fue financiado por el cartel de Cali, sin embargo, según él, las evidencias no dan cuenta de su deshonestidad. Todo ocurrió, según su cinismo, a sus espaldas, y bajo esa lógica se ha venido defendiendo durante más de dos décadas.
Traigo a colación este suceso, estancado en los estrados judiciales, porque en pleno siglo XXI, después de 29 años del proceso 8000, la misma situación vuelve a presentarse: un presidente es financiado por un grupo de narcos, pero este no sabía que la plata que entraba a su cuenta de campaña era malhabida. Como si estuviésemos condenados a repetir la misma historia, los implicados –menos el actual presidente– igualmente reconocen la magnitud de su delito.
Todo esto nos debe llevar a pensar en lo siguiente: ¿es tan difícil desprenderse de la cultura mafiosa que nos gobierna? Por todo lo que se ha visto y se sigue viendo, haciendo un análisis bastante reflexivo, se hace difícil que la influencia del narcotráfico se desprenda de todas las esferas sociales: su proceder está enquistado en la política, la economía, la forma de pensar, en fin, en nuestro día a día como nación.
Es que no se trata solamente de que haya financiado al primer mandatario de izquierda colombiano, sino que también las oligarquías se han beneficiado de su poder adquisitivo, con el fin de enriquecerse, limpiar fortunas y ayudar a terceros. Toda una estructura octópoda que, con sus tentáculos, y en su afán de figurar públicamente, corrompe a quien sea. Bien decía Quevedo: “poderoso caballero es don dinero”.
Por con siguiente, podemos decir que lo que hoy vive Petro, siendo muy conscientes a la hora de juzgarlo, no es más que la cara de un viejo conocido: el narco que está en todas partes; que, pese a sus problemas legales, sabe cómo camuflarse y, por qué no, sacar provecho de la torta política, esa que le da de comer a contratistas, banqueros, jueces, magistrados, senadores, estructuras criminales… Amigo lector, la cola es larga.
Como colombianos debe ser competencia nuestra, cerrando ya esta reflexión, condenar toda lógica delictiva, venga de donde venga. Esto nos obliga a desarrollar una ética –la que les ha faltado a nuestros dirigentes políticos– que se oponga a toda corrupción institucional, buscando así el desmembramiento de todos los clanes mafiosos que toda vía tienen incidencia en nuestro quehacer político, ya que de lo contrario lo de Samper y Petro, como una esfera giratoria del mito del eterno retorno, se va a repetir por décadas en este país que no aprende de sus errores.