Escuchamos palabras y las aceptamos como si quienes las pronuncian experimentaran su contenido. A menudo, solo resultan sonidos vacíos, hipócritas, despojados de relevancia tangible. En nuestro entorno, términos como Dios, Democracia, Amor, Honestidad, Espiritualidad, Verdad, Religión, Honorable y Político son ejemplos de palabras abusadas por la belleza de cuanto representan.
Tomemos a Dios como ejemplo: es una palabra poderosa. No obstante, con frecuencia se vuelve escudo del fanatismo o de la impostura. Prefiero a un ateo honesto, fiel a sus principios, antes de un devoto dispuesto a justificar crímenes en nombre de su fe.
Se puede hablar de indiferencia frente a Dios cuando no se fortalece en comprensión a partir de un pensamiento acorde con el amor en toda su magnitud. Este enfoque de vida no se ajusta al fanatismo de algunos profesantes. No importa creer en un Ser Supremo si los actos cotidianos no reflejan los principios humanísticos. La fe no es un acto de proclamación; se orienta en un conocimiento más profundo de nuestro ser interior, vinculado con la verdad de no hacerle mal a nadie. Solo así, la palabra “Dios” se revela como fuerza infinita y se transmuta en experiencia suprema.
La democracia no escapa a este abuso. En una sociedad donde se evidencia la corrupción, se convierte en un espejismo. En su nombre, se compran votos, y quienes acceden al poder mediante este mercado repugnante convierten un derecho en una farsa vacía de legitimidad. En una región marcada por la hambruna, es imposible hablar de derechos humanos; por lo tanto, resulta lógico señalar a sus gobernantes como generadores de la antidemocracia. Es decir, la palabra, por sí sola, es una oquedad lingüística.
El amor, en su esencia más pura, es multidimensional; sin embargo, lo hemos reducido a una transacción mercantil y a un cálculo egoísta. El vínculo profundo entre cuerpo y espíritu se reemplaza por apariencias efímeras. El amor, como palabra, aliena el pensamiento mundano si no se intensifica la coherencia de su naturaleza. Es vital y potente en la medida de compenetrarse con la comprensión de ser viscerales con él.
La honestidad es un pilar de las relaciones humanas; no obstante, se ha degradado a una herramienta de artificio. Desde el púlpito de la apariencia, quienes predican rectitud mientras actúan con engaño erosionan el verdadero valor de la palabra. Esta virtud inalienable entraña una vida sincera, reconocer al otro sin limitarlo a una visión reduccionista.
La espiritualidad es otra de las palabras profanadas. Implica una conexión profunda con el ambiente perceptible y el cosmos infinito, un flujo interno recorre cada célula de la existencia, desde el sutil movimiento de una hormiga hasta nuestra unión con el todo. El rezo ante estatuas o la asistencia a iglesias no otorgan sentido a esta búsqueda. Fuera de esto, la palabra se esfuma en su propia nada.
La verdad, sostenida por la praxis de innumerables acciones humanas, se contamina con la avaricia, la corrupción en el manejo económico, político y religioso, el prejuicio y el insaciable deseo de poder. Este deterioro constante la despoja de su lógica objetiva, transformándola en una máscara del verdadero rostro de la civilización.
Tanto la verdad social como la individual se erosionan en un entorno donde el embuste se normaliza. La persona miente a los demás y a sí misma con cinismo, ignora las consecuencias y acelera sus pasos al abismo, amenazando la integridad personal y colectiva.
En este juego de falsedades, la verdad no solo se oculta, se mutila, deja tras de sí un vacío, el cual se extiende por todas las dimensiones de la convivencia humana.
Con la palabra religión ocurren los peores crímenes, causados por el fanatismo, la falta de comprensión y la imposibilidad de eliminar los egos, obstructores del pensamiento ajeno para imponer sus creencias sobre credos no afines.
Este término es un arma de filo peligroso; la integridad del ser humano se desvanece en la bruma de sus retóricas e imposiciones lucrativas. Toda religión se basa en el interés; sus representantes son politiqueros de la espiritualidad, destruyen y obstaculizan el progreso de una mente consciente, capaz de examinar su camino hacia la libertad de pensamiento y vivir con intensidad su existencialismo.
La religión no necesita depender de intermediarios eclesiásticos; requiere vivirse con independencia, sin los subterfugios categóricos de ortodoxias diseñadas para someter, bajo el peso de juicios proclamados como verdades absolutas.
Honorable es otra de las palabras abusadas, pues su interpretación de “honrado” no se corresponde con la infinidad de veces vejada por quienes afirman proceder de acuerdo con su etimología. El concepto de honorabilidad está permeado por la astucia, y se presenta como algo positivo, respaldado por poder y dinero.
Aseveran ser personas honorables; en su currículo de vida, sin duda, deja ver un rastro de sangre y maldad. Para ser honorable, es imperativo vivir conforme al precepto de la integridad, sin despojar al semejante. Si analizamos la palabra “honorable” en el espejo de los hechos, de seguro esta será invisible en el cristal de la dignidad.
La política es una de las palabras más vilipendiadas cuando se confronta con los resultados de su ejercicio democrático. El político sátrapa desfigura las esferas socioeconómicas de un país y transmuta la política en un acontecimiento patético, una estructura incapaz de reflejarse en el espíritu de la equidad. La política genuina, con el tiempo, se ha deteriorado en un manuscrito ilegible, sin traductores capaces de descifrar su significado.
En conclusión: Unir palabra y acción es indispensable; afirmar principios no basta, deben transformarse en actos libres de fingimiento y manipulación. Solo así se alcanza la legítima armonía entre pensamiento y práctica, una virtud forjada con probidad y justicia.
Un raudal de palabras abusadas, utilizado como herramienta verbal, ha visto oxidarse su realidad subyacente. Solo queda el ripio de la palabra misma. Lo concreto se construye sobre sedimentos, se desequilibra y cae en el vacío de la experiencia. Las palabras abusadas por la estulticia se disuelven en sombras sin reflejo sobre los hechos.