Para los recuerdos de la colmena humana, tan caótica e inconsciente por su mal proceder, va ser el 2020 el año más recordado de la historia reciente. Después de la Segunda Guerra Mundial, un acontecimiento atroz que puso a reflexionar al mundo europeo hasta pactar una unidad continental, la humanidad no había vivenciado una situación que la pusiera tan paranoica y que la llevara a ver desde muchas perspectivas su fragilidad. Hoy está afrontando una pandemia, por lo que ya no son las ráfagas de ametralladora, ni los proyectiles de los aviones caza, ni muchos menos las bombas atómicas los peligros que la acosan.
Alguno dirá que se ha vuelto a la Edad Media, a un pasado lejano en donde las pestes acechaban al hombre, sin que pudiera salir airoso de su cruel destino. No, amigo lector, no hemos vuelto al Medioevo, simplemente estamos viviendo en el presente las realidades que hace tiempo muchos seres humanos afrontaron sin remedio alguno. Hoy nos persiguen males de antaño, pero con la diferencia de haber alcanzado un desarrollo tecnológico que en lugar de salvarnos nos destruye, llevándonos a pensar si en realidad somos la especie más civilizada del planeta tierra.
Por estos días proliferan los que acuden a las predicciones de Nostradamus, los que piensan que se acerca el fin de la especie humana, los que acuden a Dios para explicarse esto que se está viviendo, y los que salen a las calles como si estuvieran habitando un mundo apocalíptico. Independientemente de cómo veamos nuestra realidad actual, lo cierto es que nunca habíamos visto al mundo contemporáneo así, porque siempre creímos que nuestro mayor problema eran las guerras. Sin embargo, una persona inteligente empezará a creer que nuestro mayor peligro son los virus, los agentes infecciosos que podrían hacer más daño que cualquier bomba nuclear.
Así está el mundo civilizado hoy, desconfiando del vecino o de la persona que le puede respirar en el costado. Por eso salir a la calle no va a ser lo mismo aunque se encuentre la vacuna contra el coronavirus, pues ahora vamos a pensar que la muerte no está solamente en un misil, sino en las manos y secreciones de cualquier ciudadano y, por que no, en los laboratorios que diseñan las más terribles armas biológicas. Esta paranoia se podría calmar si las grandes potencias priorizan la vida, pero muy por encima de los intereses económicos del capitalismo voraz que como un pulpo asfixia a los más débiles.