Luego de una larga espera, por fin la luz al final del túnel. El regreso a la vida productiva está en acción y la esperanza de doblegar al virus parece abrirse paso o al menos la posibilidad de controlarlo, que ya es mucho. Todo un aliento motivacional después del hastío de más de seis meses de encierro hogareño.
Nunca el tiempo había impuesto su rígida tiranía con una aplastante monotonía, ante la que me fue absurdo oponer resistencia; imposible escapar de los límites físicos de mi casa, excepto para las compras indispensables, y todo ello inundado a diario con el seguimiento informativo de la crisis sanitaria, tal vez excesivo que terminó por convertirse en una obsesión.
La condena de repetir siempre el mismo día y con el mismo tema, el coronavirus, una crisis sanitaria cuyas magnitudes nadie esperaba y que nos recuerda que lo más importante de la vida es la vida misma, esa que perdieron desgraciadamente miles de personas a causa de este virus.
El día a día estuvo, como para cualquier periodista en este tiempo, marcado por el seguimiento informativo permanente de esta pandemia que llegó a ser perturbador, hasta el punto de que en casa se censuró tanta dependencia, invitándonos a desconectarnos de vez en cuando. Y es que esos días estuvimos tan volcados en un carrusel de cifras, medidas, planes y demás actuaciones de emergencia como si de una guerra se tratase, a la espera siempre del parte diario con resultados inesperados.
Atrapada en la rutina y en la crisis sanitaria transcurrieron los días pegada al portátil, al televisor, al celular, a las redes sociales y al WhatsApp, ¿qué hubiera sido de un encierro así sin estos medios? Eso sin olvidar la logística cotidiana del hogar, la limpieza y la cocina en la que progresé muchísimo. Todo ello con el ritual de juego en la noche que sirvió para unirnos más en estos tiempos difíciles, en los que la vida social solo fluyó por los medios tecnológicos.