Cuatro balas le cerraron los ojos. Doce días después de haber recibido el 2014 bailando salsa choque y tomando ron frente al mar Pacífico, el corazón de Luis Carlos Rentería como decía su cédula, se detuvo para siempre. Tenía 29 años. Llevaba cinco mil pesos en el bolsillo de su blue jean, lo justo para comprar un cuarto de pollo y tomar una buseta hasta el barrio R9 a donde iba a jugar el ‘picadito’ de todos los domingos.
Salió animado por un par de cervezas de la casa de su mamá en los palafitos del barrio Muro Yusti. Una caja de madera en la que creció pero que hacía un año había abandonado por una de concreto en la ciudadela San Antonio, el barrio construido con los 60 millones de dólares incautados a alias Chupeta y que el presidente Uribe dispuso que se invirtieran en el puerto por donde salía la droga del capo: en Buenaventura. Tres mil ochocientas casas, de las cuales no se ha construido ni su quinta parte, destinadas a albergar las doscientas familias que hoy ocupan el barrio Sanyu (San José) y que serán desalojadas para construir el Proyecto Malecón.
Sanyu es el barrio más antiguo de Buenaventura. En sus orillas reposan las lanchas y canoas que traen el pescado de mar adentro y surten el mercado de Pueblo Nuevo, situado a menos de quinientos metros. Un barrio de pescadores nativos detrás de quienes se ampara el hampa compuesta por foráneos que se instalaron allí hace diez años y hoy patrullan las calles estrechas del puerto en sus camionetas con placas de Envigado.
La Calva, como le dicen a la esposa de Luis Carlos, a quienes todos llamaban Mario, fue una de las que apoyó el traslado a San Antonio, que aunque lejos del mar, servía para alejarla de la guerra entre bandas permitiéndole vivir bajo el mismo techo con el padre de sus tres hijos, quien había nacido en un barrio enemigo. A Sanyu y a Muro Yusti los separa el mercado, una frontera invisible que ha limitado las vecindades.
En Sanyu mandan “Los chocuanitos”, una pandilla que hace parte de “La Empresa”, mientras que en el Muro, “Los Urabeños”. Ambos grupos tienen sus orígenes en el Bloque Calima de las AUC, liderado por el paramilitar H.H y que forman parte de las llamadas bacrim. Bandas criminales que en Buenaventura se alimentan de los jóvenes de las zonas deprimidas de bajamar que desde los 14 años cargan un revólver en la cintura y escasamente, de milagro, llegan a los 25. Almas altivas que matan para gobernar el territorio en el que viven, donde son la carne de cañón del negocio del narcotráfico cuyas rutas comienzan en las aguas del Pacífico y terminan en algún país de Centroamérica, principalmente en México.
El primer pecado de Mario fue haberse enamorado de una mujer de Sanyu. Pero también pecó al estrecharle la mano en el camino a un viejo amigo del barrio vecino y luego saludar de beso a su mamá en el barrio donde había nacido: Muro Yusti. “Por sapo” le gritaron los hombres que lo corretearon antes de que cayera en la calle pegada al mercado. Dos sicarios reconocidos, que como muchos, no necesitan empuñar un arma para cobrarle los dos mil pesos a la vendedora de empanadas de camarón, a la del chontaduro, al embolador o al chancero, porque a todos los doblegan con una mirada atemorizadora y llena de soberbia. De inmediato, obedientes, todos pagan la “vacuna”, un impuesto miserable que no enriquece a los señores de la droga pero sí infunde el terror necesario para imponer la autoridad.
Mario salió entonado con el sol en la coronilla después de haber jugado una tabla de Bingo con dos amigas de la primaria. “Hey cómo es qué es”, le gritó a Wilmer, su ‘pana’, con quien lideraba la junta de acción comunal y había fundado el grupo juvenil Uniendo Fronteras, precisamente para combatir las llamadas barreras invisibles. Compartían el gusto por la salsa y el teatro, por eso hoy lo recuerdan cuando bailaba como si fuera una mujer para divertir a la gente.
Con una sonrisa enmarcada por sus dientes de marfil, Mario celebraba la vida en medio del horror. Carcajadas que hoy retumban en la memoria de una madre que aún sigue postrada por el dolor. Para ella sigue siendo Luis Carlos Rentería, su muchacho que gozaba tomando viche, una bebida típica hecha de caña de azúcar, y bailando salsa choque.
Bailaba hasta que salía el sol con su única hermana, con sus vecinas y con su mamá a quien le entregaba, igual que a su mujer, los pesos que conseguía descargando los camiones de pollos y haciendo rifas, sin privarse eso sí, de la rumba.
Mario tenía hambre. Recién habían pasado las 12:05 pero en Buenaventura se almuerza en punto del medio día. Caminó una cuadra, tomó la Valencia donde firmó su sentencia de muerte y pasó frente al supermercado La Libertad, la puerta de entrada a su muerte. Sin percatarse había entrado en zona roja. Llegó hasta el colegio Pascual de Andagoya y entró a Cali Pollo donde pagó tres mil pesos por dos presas y una papa, salió con la boca hacha agua y con la conciencia tranquila. Quería almorzar bien para después reventarse en la cancha. Solo quería jugar el que sin saberlo, se convertiría en el último partido de su vida. En una mano llevaba el maletín con los guayos y el uniforme, y en la otra la cajita de cartón con el almuerzo caliente.
Mario había crecido en las calles del barrio Muro Yusti, completando la primaria como todos, en uno de los tres improvisados colegios que operan incluso en la sala de alguna casa que hace las veces de salón de clase donde el profesor dicta de primero a quinto. Para alcanzar el bachillerato hay que asistir al colegio público que como La Venezuela están localizados en las avenidas y sirven de punto de encuentro entre los jóvenes de todos los barrios. Se han vuelto lugares peligrosos que muchas mamás evitan por miedo a que sus hijos crucen alguna barrera invisible o se encuentren con una bala perdida. Prefieren vivir sitiados.
Los habitantes de Muro Yusti duraron más de seis meses reducidos a las tres cuadras que conforman el barrio. En diciembre, todos se unieron en torno al alumbrado que organizó Mario y sus amigos con los cinco millones que recogieron entre los pescadores. Hoy lo único que quieren es que se detengan las muertes.
Se preparaba para salir de Cali Pollo cuando al cruzar la puerta del asadero, Marío sintió el cañón del arma entre los ojos. Una de las tantas pistolas alemanas marca Walther que circulan ilegalmente en Colombia y que en Buenaventura permanecen escondidas en las casas de bajamar, no solamente porque allí se concentra el ochenta porciento de esa población pobre que es un cultivo de asesinos en potencia, sino porque la ubicación del barrio permite una salida veloz hacia mar abierto. También esconden allí municiones y droga que cuando sube la marea quedan debajo de los palafitos que sostienen los paupérrimos ranchos de madera, y es además el lugar donde operan los “picaderos”; aquellos sanguinarios centros de descuartizamiento, práctica heredada del paramilitarismo.
“No lo maten que él no tiene nada ver”, gritó una mujer mientras la cajita con el pollo caía al suelo. La vida le pasó por la cabeza y sus piernas se doblaron más rápido que el gatillo de los dos “Chocuanitos”, quienes siguieron su camino, desafiantes, a plena luz. Como hacen los sicarios en el puerto a quienes probablemente les pagaron centavos, los cuatro pesos por lo que matan hoy en Buenaventura para producir cualquier ingreso en una ciudad donde un poco menos de la mitad de la gente no tiene nada que hacer.
El cuarto tiro le alcanzó la pierna que minimizó sus zancadas. La gente se agachaba y escondía sus cabezas entre los brazos. El segundo tiro lo detuvo y dio tiempo para que descargaran dos balazos más que lo desplomaron. En el piso de la plazoleta del colegio Pascual de Andagoya lo remataron y luego huyeron a refugiarse en el barrio Piedras Cantas.
Después del aturdimiento de la pólvora vino el desespero. La gente se volcó sobre el cuerpo entre llanto y confusión. A la mamá le avisaron con una escueta y cruel llamada telefónica mientras llevaban el cuerpo de Mario hasta el Hospital Departamental donde los médicos confirmaron su muerte. El barrio Muro Yusti se unió en un grito de lamento. Las señoras alistaban la leña para el sancocho mientras los vecinos improvisaban una sala de velación con mesas y sillas prestadas. A Mario lo velaron con chirimía, viche y un sancocho preparado entre lágrimas. Esta muerte conmovió unos corazones que parecían haberse endurecido a punta de dolor, porque han aprendido a convivir con los disparos y las malas noticias. Pero esta muerte rompió el silencio, no solo por la injusticia del asesinato de Mario sino porque ni siquiera les alcanzaba la plata para enterrarlo.
Pasaron la noche entre tambores esperando la llegada del alcalde pero amaneció y la indolencia mandó una vez más. No tenían el millón de pesos que necesitaban para “el hueco” y a Bartolo Valencia, vecino del barrio, no le importó. Pero esta vez no se echaron a llorar ni se quedaron quietos. Con el ataúd al hombro se fueron a buscarlo a la Alcaldía. Un hombre a quien no lo conmueven los 58 asesinatos que van en este año y quien niega la existencia de las “tales casas de pique”. Marcharon con el ataúd a cuestas por las calles cruzando esa barrera invisible que le cobró la vida a Mario. Con cantos del Pacífico clamaron su atención durante horas pero él no les dio la cara. Cargaron el cajón de madera hasta La Catedral y con la colaboración de los taxistas lo sepultaron en el Cementerio Central.
Siguieron diez días de tristeza y tensión. El miedo de la venganza se apoderó de Muro Yusti. Si antes estaban atrapados en tres cuadras ahora estaban conminados a las cuatro paredes de sus casas.
La Policía y el Ejército que llegó con la última orden del presidente Santos le han dado algo de calma a Muro Yusti, Viento Libre, Sanyu, el Lleras, La Playita y Piedras Cantas, los barrios calientes de Buenaventura. Una tranquilidad pasajera que se irá cuando los uniformados regresen a sus cuarteles y los titulares de prensa cambien de tema. Volverá la muerte y el dolor que los porteños anestesian a punta de tambores, baile, viche y arrechón.