Sin gravedad alguna
y sin pesado ni ligero,
el ser humano posterior
crea la condición de liviandad
Como si fueran noches
de incomprensibles vuelos,
las ingrávidas huestes incorpóreas
mueven su inteligente magnitud
en la peremne noche de la nada.
Oscura ésta de implosión y de tiniebla
porque es en sí un hueco sideral
de incalculables medidas
y eternas dimensiones.
En este habitáculo
carente de cualquier vital vestigio
progenitor del existir
coherente, palpable a nuestro paso
o regalado a los sentidos
aparecen, Ramiriquí el cacique
e Iraca, contraparte de su rango
y por nexos de densidad
sobrina nebulosa e infinita.
Mujer no es ella,
en el sentido
formal de la palabra,
ni varón puede ser aquel considerado
pues la mitosis celular del núcleo,
la mitocondria,
su compañero el cromosoma,
el paramecio y otros gentes simples,
entre las sombras del oscuro mundo
no han aparecido todavía.
Enn misterios explicados
por hombres sin tonsura
en finos paramentos,
de un afálico concenso
sale Ramiriquí
viril y aconsejado
por su sobrina Iraca,
quien le sugiere abandonar
el universo de la nada oscura,
de la implosión, del no de la bajura.
El héroe,
capricho de la lengua chibcha
se remonta
a tal velocidad
que se convierte
en explosiones atómicas
de gases helio e hidrógeno
generadores del calor,
del espectro,
del color,
del equinoccio,
del solsticio,
del sur y el norte,
de la negrura como noche
y sus opuestos claros días.
El colosal estallo
trasciende los espacios
del universo incógnito
sin sitio ni lugar,
sin tiempo ni noción
de lo movible
y cohesiona con su acción
el polvo en los planetas.
En uno de éstos se aposenta Iraca
atraída quizá
por el color del árbol Guayacán.
Y todo se transmuta
con ese cambio inesperado.
Según sus relatores,
Ramiriquí ya no es cacique.
Ahora brilla y reina en el espacio
y se conoce desde siempre
como el astro Súa.