En la noche del 31 de diciembre de 1978, un incendio acabó con la iglesia del colegio Instituto La Milagrosa de Santa Marta. Ese día, pero al mediodía, había ocurrido un crimen de un hombre, casi que a la entrada de esa misma capilla, por lo que muchas personas, sobre todo las señoras devotas, le echaron la culpa al hecho de sangre. Dejaron entrever que Dios había causado la conflagración en la iglesia como castigo por haberse perpetrado aquel execrable asesinato al pie de una de sus casas en la Tierra.
Aunque yo acababa de cumplir la mayoría de edad o mis primeros 18 años, confieso sin pena que llegué a pensar que podía ser cierta esa versión de las señoras creyentes. Sobre todo por como fue ejecutado el homicidio contra una persona que no tuvo la oportunidad de demostrar su inocencia, porque fue sindicada, juzgada y condenada a la muerte en menos de cinco minutos.
El hombre asesinado había cometido un error momentos antes, que desconocía porque no era oriundo de la ciudad o recién había arribado a ella: acababa de pasar por la calle donde vivía una familia guajira que sostenía desde hacía diez años una guerra a muerte con otra familia del mismo departamento, pero que ese año se había enfrascado en un delirio de persecución con las personas del interior del país, ya que venían siendo utilizadas en contra de ellos como esbirros por la familia enemiga. Cuantas personas con los rasgos físicos de gente del interior del país pasaba por esa calle, las abordaban, le pedían que se identificaran, las requisaban y si no se dejaban, recibían el veloz juicio mortífero.
Así hicieron también esa vez en que se incendió la capilla de La Milagrosa: al hombre lo siguieron y cuando ya había pasado por la entrada de la iglesia, a unos 12 metros, lo detuvieron y le pidieron sus documentos de identidad, al igual que un registro corporal; pero la víctima como que no se los permitió, porque le dispararon después y lo mataron. Como solía suceder siempre que se escuchaban los tiros en la vecindad, salí de la casa para ver qué había ocurrido y cuando noté a la gente corriendo hacia la capilla, también hice lo mismo y por eso pude oír lo que había acontecido.
Casi 11 horas más tarde, cuando el frenesí de los habitantes del sector residencial y de toda la ciudad por la despedida del año se sentía cada vez más y a punto de llegar a su máxima ebullición, se registró el supuesto castigo divino. Fue la única noche que nadie festejó ni se abrazó con nadie a las 12:00, porque todos en el sector y de otros cercanos que llegaron asombrados por semejante acontecimiento se dedicaron a colaborarles a los bomberos, para tratar de apagar el fuego que se extendió muy rápido por el interior de aquella iglesia a la cual destruyó por completo. Todos, incluidos los heroicos bomberos, vimos sin poder hacer nada cómo ardían los santos, las vírgenes María y del Carmen, las cuales solían quedarse solas allí con un Cristo crucificado que milagrosamente sobrevivió, pese a que fue abrasado por las devoradoras e incesantes llamas que ardieron durante un buen tiempo.
Las primeras horas del nuevo año de 1979 fueron de una profunda reflexión sobre lo que había sucedido. Por ejemplo, para muchos fervientes católicos y no católicos, ( para el entonces existían pocas iglesias evangélicas), a la falta de una versión científica a cerca de la causa de aquella conflagración, comenzaron a especular o a imaginarse otras teorías, algunas parecidas a las de las señoras devotas de la virgen La Milagrosa, otras menos divinas, se refirieron a una posible circunstancia ocasionada por la fuerte y loca brisa que siempre sacude a Santa Marta en diciembre hasta los dos primeros meses del entrante año, sobre que el viento había derribado una veladora que dejaron encendida. Pero la hipótesis que más nos llamó la atención por su total independencia a cualquier deidad o fenómeno de la naturaleza, fue la que se regó entre un círculo pequeño de la gallada del barrio que no creía en santos ni en milagros y menos en castigos divinos.
Extrañamente y todavía no sé por qué, a alguien se le ocurrió decir que probablemente había sido por uno de los tiros que le hicieron al hombre desconocido, 11 horas antes cuando fue ultimado. Se refería esa teoría a que de pronto uno de los proyectiles disparados entró a la capilla y destruyó una veladora encendida cuyo fuego se regó por todas partes y se mantuvo activo tanto tiempo por la brisa hasta que sus llamas alcanzaron gran altura y pudieron ser vistas después, cuando ya era demasiado tarde.