Un 19 de abril de hace más de 50 años, era de tarde, llegó hasta el cementerio San Miguel de Santa Marta, un grupo de jóvenes acompañados de una mujer alta y flaca. La dama tenía puesto un vestido largo y negro, como de luto y en lugar de tacones, calzaba unos zapatos puntiagudos también negros y brillantes, como de charol.
Los extraños visitantes, aquel 19 de abril, no ingresaron al campo santo, el cual aún sigue en el mismo lugar, pleno centro de la ciudad, para visitar una tumba como dieron a entender.
Lo hicieron con otro propósito: Limpiar la necrópolis, la cual llevaba días que no le hacían el aseo. Al San Miguel, para ese entonces, era muy fácil entrar por cualquier lado y nunca le cerraban las dos únicas puertas de hierro que todavía posee.
Testigos de lo que pasó ese 19 de abril en el cementerio San Miguel de Santa Marta, dijeron que el grupo de jóvenes, menos la mujer alta, flaca y de negro, quien sólo se dedicó a ver lo que hacían los jóvenes, aseó como nunca nadie lo había hecho, aquel vecindario de difuntos.
Sacaron toda clase de basuras, desde ataúdes podridos hasta escombros y los colocaron al rededor, para que la entidad municipal se encargara de recogerlas después en sendos volteos y las botara en un basurero abierto que tenía la urbe cerca de donde hoy existe un barrio llamado 11 de noviembre.
Lo que se supo después sobre la misteriosa mujer alta, flaca y de luto, fue que no era de verdad una mujer, sino uno de los hombres más buscados por las autoridades militares y policiales del país y el cual era por esos momentos el comandante nacional, nativo de esa misma ciudad, de un grupo guerrillero que, curiosamente, llevaba como nombre, Movimiento 19 de Abril, más conocido como el M-19.