Miles de familias desperdigas en los caminos, sin más tierra a dónde ir, sobreviven a un metro, a eso nada más, del paso feroz de automóviles, camiones, buses, tracto mulas que hacen temblar los techos. Las cruces sembradas por ahí, en todas partes, son equis de un listado que nadie lleva, que a nadie parece importarle. Si los crucifijos hablaran.
Leopoldo Iglesias perdió a sus dos hijos bajo las llantas de una camioneta de vidrios oscuros que siguió de largo. Él corrió cuando oyó el golpe seco pero no pudo pedir auxilio porque abajo de Puerto Valdivia, sobre las peñas del cañón del río Cauca, antes de que la corriente se vierta en las sabanas inundables del sur de Córdoba, no había teléfono entonces. Tampoco ahora. Leopoldo, que mandó hacer dos cruces de cemento a un lado de donde murieron sus hijos. Ahí estuvieron un tiempo, con los nombres escritos, Marco y Wilson, y la fecha del accidente, 14 de abril de 2006. Meses después un camión las embistió y el campesino se quedó solo porque su mujer, enferma de odio contra el estruendo de los carros, decidió subirse en el siguiente bus. Ni siquiera se llevó la ropa.
Los recorridos de los camiones que transportan buena parte de toda la carga del país son cronometrados y sus dueños los vigilan sobre un mapa digital. La tecnología les permite saber la velocidad a la que viajan, la presión de aire en las llantas, el porcentaje de combustible en los tanques, también el número de veces que los conductores se han detenido. Si surgen preguntas el teléfono en las cabinas suena de inmediato. Sin embargo, un servicio en las carreteras parece escapar por ahora al ojo inquisidor de la tecnología.
Cuando el afán resulta ser de sexo, la asistencia está disponible en curvas y rectas conocidas. Las prostitutas del camino saben subirse a toda prisa, mientras el camionero detiene la marcha para pasar un resalto. Ellos ni siquiera tienen que quitar las manos del volante. En promedio, el servicio de sexo oral cuesta veinte mil pesos, y se ofrece en las vías de Antioquia, Cundinamarca, Valle, Córdoba, Santander, Nariño, Arauca, toda la costa Caribe, a lo largo y a lo hondo de nuestro país de tantas vírgenes.
El policía de carreteras Eliodoro Manosalva recuerda a un campesino que ordeñaba una vaca afuera de su casa, a dos pasos del asfalto. Habría sido una fotografía de concurso: el hombre sentado, de sombrero, sobre una butaca de madera, jalando las ubres hinchadas, el animal amarrado del marco de la puerta, y los carros, tantos, casi embistiéndolos. Ocurrió lo predecible. Un día un bus de Expreso Bolivariano se fue de frente y se llevó al señor y a su vaca y a su casa, y todo fue un reguero de huesos, pelos, vidrios, cachos, carne, ladrillos, muertos. En el segundo país del mundo con mayor número de desplazados, casi cuatro millones por culpa de la guerra, los campesinos se quedan donde pueden, aunque ese lugar sea la orilla de un precipicio. Y las carreteras lo son.
Da risa. Comparados con nuestros vecinos, de quienes solemos creernos mejores, Venezuela, Panamá, Ecuador, Perú, buena parte de nuestro sistema de vías son atajos de herradura, manchones de grava y pavimento sobre montañas que se van dinamitando a la buena de Dios y del Diablo. Las empresas constructoras amasan fortunas y se hacen bienhechoras de políticos, de concejales, de alcaldes, de gobernadores, de congresistas, de presidentes de la República. Pero todo eso ya se sabe.
Manosalva dice que las personas estacionan su hogar en las carreteras porque no tienen más a dónde ir y que, pese a las normas que les prohíben construir viviendas sin la suficiente distancia del paso de los carros, cada quien se ingenia un lugar sin importar lo angosto, lo peligroso, sin importar que después deban instalar las puertas al revés, en la parte de atrás de sus casas porque adelante, como manda la razón más elemental, corren el riesgo de ser atropellados. Entonces las viviendas se van pegando unas de otras y las cuadras se alargan hasta casi ser barrios: Tres Coronas, en la carretera hacia Ipiales; Toque y Siga, entre Puerto Triunfo y San Luis; Rico Punto, entre Supía y Ríosucio; La Herradura, en La Pintada; El Estripao, entre Pailitas y Curumaní; Cacho Quemado, entre Guamo y Saldaña; El Ahorcado, yendo para Chocó; El Reguero, entre San Jerónimo y Santa Fe de Antioquia, y así, decenas, cientos, miles de recodos que no aparecen en los mapas, trozos de país donde nadie más cabe, apenas los desposeídos. ¿De qué se vive al borde de los caminos?
Magdalena González, en Valparaíso, responde que de la insistencia. Ella lava ropa. Los conductores se la dejan de ida y la recogen de venida. Hace almuerzos, pone inyecciones, hace paletas, vende jugos, hasta sabe desvarar carros y cambiar llantas si le toca. Cuando llueve y las piedras y el lodo se escurren de la montaña ella sufre porque su casa puede desplomarse, pero si el barranco diluido alcanza el pavimento y cierra el paso de los carros, se pone un vestido, se amarra un trapo en la cabeza y saca la mesa de la cocina al corredor, entonces todo es bendición. Frita pasteles, empanadas, corta piña en rodajas, hace limonada. En diciembre una piedra rodó montaña abajo y embistió un camión. Consiguió tanto dinero que le alcanzó para comprarle zapatos a sus tres hijos y crema de dientes y medias nuevas, y para ella una blusa. Ahora el sol está en lo alto, en un cielo azul sin nubes.
Irene Ocampo es madre de tres hijos y tres nietos. A uno de ellos, a Brayan, lo pisó un camión. Debieron hacerle injertos de piel, enderezarle huesos, ponerle clavos en los tobillos y las rodillas, camina cojo desde entonces. Pero dicen que no se va de allí, pese al riesgo de los carros porque, bueno, se encoje de hombros el muchacho, porque ya se acostumbraron, y además no tienen a dónde irse. Él y su familia quizás sufran de un mal que podría llamarse sordera del camino: los carros pasan tan cerca de su casa que deben oír el televisor al máximo volumen y entonces hablan alto, incluso cuando no parece necesario. Pero no es verdad que puedan contar todo lo que ven, de lo que son testigos.
En el cañón del Pipintá, cerca del municipio de Valparaíso, al suroeste de Antioquia, Nicolás Rojas señala el lugar por el que un bus con 41 pasajeros se fue al río Cauca. Nada rescataron a pesar de la insistencia de un grupo de buzos que se sumergieron en la corriente durante una semana con luces, con radares. Nada. Ni una lata, una llanta, una maleta, ningún cuerpo. Rojas recuerda que el bus pasó por un lado de la que entonces era su casa y ni siquiera la rozó. Con algo más de suerte, el conductor se habría estrellado contra la vivienda y quizás hubiera conseguido evitar su tragedia, pero seguro Nicolás y su familia habrían muerto. La suerte es una moneda al aire y lo que es cara para algunos resulta cruz para otros. Así es.
Según un número del Departamento Nacional de Estadística, un millón de personas tienen sus casas en los bordes de las carreteras intermunicipales por las que pasa rauda la riqueza de tantas empresas. De cerveza, de ropa, de jabones, de bicicletas, de periódicos, de trastos de cocina, de todo lo imaginable: de juguetes, de zapatos, de colchones, de perfumes, de droga farmacéutica, de computadores, de celulares, de automóviles. Blanca Aurora Caro juega parqués con sus vecinas de la Herradura, en la carretera que atraviesa el cañón del Pipintá. El viento de los camiones las despeina y derriba las fichas, así que las mujeres, cuando sienten venir un carro grande, cubren el tablero de juego con las manos. Es un gesto instintivo, un reflejo que ya ninguna advierte, entonces lanzan los dados como si nada. Las llantas pasan a un metro, a menos. El piso tiembla. El aire huele a caucho. La suerte aún juega a su favor.
Fotos y crónica de José Alejandro Castaño