A Daniel Quintero se le viene haciendo costumbre recurrir a figuras y motivos religiosos para reforzar su narrativa política. De afirmar que Dios lo había llevado a La Alpujarra (cuando su llegada al poder obedeció especialmente a una inédita división entre la derecha local) a apelar a un maniqueísmo superficial para justificar que su doctrina encarna lo bueno, y el uribismo (y, por extensión, todo lo que se le oponga), lo malo. Ahora, sin sonrojarse, viene afirmando (con ínfulas de redentor) que Medellín es una “pequeña Jerusalén” disputada por los poderes del bien y del mal; y claro, en ese imaginario él encarna lo cristalino, lo prístino y lo bondadoso.
La verdad es que la narrativa religioso-política de Quintero resulta siendo bastante patética y solo evidencia dos cosas: por un lado, la pobreza argumental de un alcalde carente de ideología y reducido a un pragmatismo rampante; y por el otro, el afán de profundizar la división social apelando a motivos religiosos comprensibles para el ciudadano de a pie.
Ahora bien, ese afán redentor del alcalde no es novedoso. Solo hay que recordar que a lo largo de la campaña sus estrategas crearon el perfil de un David cuasi bíblico forjado en los sectores populares del “Trince”, asediado por las desventuras del trabajo informal o la precariedad económica, y fue ese David, que se supone “no tenía que estar ahí”, el que se enfrentó a un Goliat representado en Alfredo Ramos, el hijo de la élite nacido en cuna de oro y que nunca en su vida tuvo la necesidad de presentar una hoja de vida.
Ese discurso caló -y en ello el elitismo de Ramos ayudó mucho- y Quintero se asumió como el “hijo del pueblo” favorecido por Dios.
Y esa necesidad de revestir su discurso de cierta religiosidad cotidiana se ha venido afianzando durante su paso por la alcaldía. Iniciando con el “Dios le pague” que utiliza cada que lo saludan en la calle (algo que no dice cuando lo abuchean) y ya luego rayando en el extremo del absurdo, pues cada vez está más convencido de que Dios lo puso en el cargo y hasta que fue elegido por la providencia divina para derrotar el mal incrustado en el GEA, el uribismo, el fajardismo, y vuelvo a repetir, cualquiera que se atreva a oponerse a su doctrina (el quinterismo).
El patrón de ese mesianismo también es reforzado por sus áulicos y colaboradores más cercanos. No es un secreto que el alcalde solo se rodea de apóstoles febriles y devotos, apegados fielmente a la doctrina e incapaces de llevarle la contraria, ya que, en su gran mayoría, y como lo predicó el “apóstol” Deninson Mendoza (exgerente de la oficina de propaganda en Telemedellín): “Les gusta hacer caso como un verraco”. Los traidores a la doctrina son rápidamente graduados de uribistas solapados o lacayos del GEA (así le pasó al exgerente de EPM Álvaro Rendón).
De ahí que en la “pequeña Jerusalén” de Quintero la oposición sea perseguida, estigmatizada o censurada.
Y la oposición es perseguida porque el quinterismo solo se alimenta de la división. Nada más. La contrapartida se encuentra en el denominado “Pacto de Chuscalito” que es presentado como un acuerdo siniestro para entregarle la “pequeña Jerusalén” al GEA; cuando simplemente fue una reunión de concejales opositores para elegir Mesa Directiva para 2022, algo propio de sus funciones y atribuciones. Pero el mal se tiene que encarnar y por eso fue el mismo Quintero quien se inventó desde su púlpito de Twitter el tal pacto de Chuscalito. Sin una contrapartida la doctrina se disipa en su precariedad argumental e ideológica.
Lo curioso es que en las formas y el discurso el alcalde se viene asemejando al expresidente y su uribismo. Porque su doctrina también es Intolerante con la oposición, es sectaria, tiene una mirada divisoria de la realidad social y está convencida de su capacidad redentora. Ya es lugar común afirmar que los extremos se parecen. Tal vez, en su defensa, el quinterismo predicará que no tiene 6.402 pecados. Pero sus pecados son diferentes, y pasan por cuestionamientos de corrupción, contratos amañado y malos manejos. Aunque de eso poco se habla al interior de la doctrina, si quiera mencionarlo conllevaría inmediatamente a un anatema.
Y ese redentor del Valle de Aburrá tiene su mirada puesta en una Jerusalén más grande, la que anhela gobernar con el mismo método y libreto. Pero inicialmente deberá dejar un sucesor en La Alpujarra y asegurarse de que gobernará en cuerpo ajeno, pues en su camino “providencial” hacia la presidencia, necesitará de un apóstol fiel que impida que se develen las sombras con las cuales cohabita en su “pequeña Jerusalén”.